lunes, 14 de noviembre de 2016

El día después de Trump: Algunas lecciones para Chile


*Por Rodrigo Mayorga



Hace poco más de un mes escribí aquí mismo una columna titulada “¿Y qué onda con Trump?” Ahí señalaba que, cada vez que algún compatriota chileno aprovechaba mi condición de estudiante en los Estados Unidos para hacerme esa pregunta, mi respuesta era: “Sí. Es posible que gane. Espero que no y creo que no. Me asusta pensar que puede ganar, pero si lo hace no me sorprenderá”. Pero la noche del 8 de noviembre me sorprendió, como a gran parte del país y el mundo entero. Mientras los pronósticos de la prensa se invertían a una velocidad acelerada y Estado tras Estado iban dando su apoyo al magnate norteamericano, yo me hacía consciente de que creer que podía pasar no implicaba creer que efectivamente ocurriría. Me fui a la cama cerca de las dos de la madrugada, cuando Trump solo necesitaba un Estado más para ganar la elección. A la mañana siguiente, el cielo estaba más oscuro que de costumbre. “Es el otoño del hemisferio norte”, me dije. Sabía que no era verdad.

Los días tras la elección han sido cualquier cosa menos tranquilos. Masivas protestas se han multiplicado en las principales ciudades del país. Bajo el slogan “No es mi presidente”, miles de ciudadanos han expresado su rechazo a un programa de gobierno y una retórica que amenazan a algunos de los grupos tradicionalmente oprimidos. A pesar de que no ha faltado quien los tilde de “malos perdedores”, pidiéndoles le den “una oportunidad” al nuevo presidente, hay que entender estas protestas como un acto político y solidario de enorme valor, que reconoce que lo que hoy está en juego no es materia de opinión sino de defensa de los derechos y la seguridad de todos.


Los últimos días han probado que sus temores no son exagerados. En mi última columna expuse cómo la candidatura de Trump se basó en dos miedos particulares: el miedo a la política y el miedo al otro. En base a estos, el magnate se erigió como campeón de muchos que se sentían olvidados por un sistema y unas élites políticas incapaces de dar respuestas a sus problemas. Pero lo que hay que entender es que el nuevo presidente no es un campeón, sino un bully. Ya ha dado muestras de serlo a nivel internacional. Durante su campaña amenazó con exigir pagos a aliados de Estados Unidos por la “defensa proveída” y prometió construir un muro con México y obligar al gobierno mexicano a pagarlo. En su recientemente anunciado plan de los primeros cien días, señaló además que cancelará la entrega de visas a aquellos países que no se hagan cargo de recibir a los 2 millones de inmigrantes ilegales que pretende deportar. El problema es incluso más profundo. Trump ha sido capaz de instalar una narrativa que invierte la tradicional historia del bully: en esta, el abusador no solo agrede a sus compañeros más débiles sino que termina siendo elegido presidente de la clase, se queda con la chica (o el chico) y es aclamado por un grupo importante de sus compañeros, mientras aquellos a quienes ha agredido tiemblan en una esquina del salón y el profesor observa desconcertado, sin saber qué hacer.

¿Es esta una interpretación exagerada? La evidencia que se va acumulando pareciera indicar que no. Desde el primer día tras la elección, miembros de minorías étnicas a lo largo del país han sido víctimas de despreciables actos de violencia e intimidación, inspirados en la victoria de Trump. Basta con darse una vuelta por la cuenta de Twitter de Shaun King, un activista norteamericano que se ha dedicado a ‘compilar’ muchos de estos casos. La experiencia es remecedora, de esas que hacen hervir la sangre. Numerosos musulmanes, asiáticos, afroamericanos y hasta discapacitados se han visto amenazados en espacios públicos, exigiéndoseles violentamente “volver a su país”. En las escuelas, los docentes se han encontrado con niños agarrando los genitales de sus compañeras y literalmente justificando sus actos “en nombre de Trump” o señalando que “si un Presidente puede hacerlo”, ellos también. En una secundaria en Michigan, un grupo de estudiantes construyó un ‘muro’ humano con sus cuerpos para impedir la entrada de sus compañeros latinos a las salas de clase que, hasta el día anterior, todos parecían compartir. Los partidarios de Trump repetirán, como lo han hecho cientos de veces, que el presidente electo no ha llamado nunca a la violencia contra ninguno de estos grupos. Ello es ciertamente discutible, pero además, no importa. Su victoria valida una narrativa en que es posible ser un bully -abiertamente y sin matices– y terminar siendo el ganador de todos modos. O quizás peor, una en la que para ganar hay que convertirse en el bully y actuar como tal. Trump y sus compañeros de camino han instalado esta narrativa, en la que estos actos de violencia despreciable pueden ‘cobrar’ un sentido distinto para quienes los ejecutan. Si era su intención hacerlo o no, ello no los hace menos responsables de lo que han desatado. En ese contexto, la protesta no es solo una acción ciudadana y democrática importante. Es imperativa.

En Chile, pocos parecen haber quedado indiferentes a los resultados de esta elección. Desde posibles candidatos presidenciales hasta anónimos creadores de memes, todos parecen tener una opinión al respecto. Y está muy bien que así sea. Pero no basta solo con tener opinión; hay también que sacar lecciones de esto. De lo contrario, no es difícil imaginar que, más temprano que tarde, terminaremos tan sorprendidos como los norteamericanos la noche del 8 de noviembre.

La elección de Trump estuvo basada en el miedo. Y la primera lección que tenemos que sacar, es que nadie es inmune al miedo. El miedo es algo esencial de nuestra condición humana e incluso puede funcionar como un mecanismo de supervivencia. Quizás uno de los errores más grandes de la campaña de Clinton –y que algunos siguen repitiendo en los días posteriores a la elección– fue presentar a los votantes de Trump como “deplorables”: hombres y mujeres racistas, incultos e ignorantes, que iban a apoyar al magnate solamente por estupidez. Pero la estupidez no existe. Los seres humanos estamos constantemente ‘haciendo sentido’ del mundo que nos rodea. Y si millones de norteamericanos votaron por Trump, no fue porque haya algo malo en sus cabezas o almas, sino por factores sociales concretos que hicieron posible que sucumbieran a ese miedo. Su voto les ‘hizo sentido’ en el contexto de las dificultades y problemas particulares que estaban enfrentando y antes las posibilidades que se les ofrecieron. Que quede claro: no digo que ello implique que todas las opciones sean válidas. Pero si queremos entender por qué millones de personas decidieron apoyar, o al menos obviar la retórica y propuestas racistas, misóginas y xenófobas de Donald Trump y votar por él, no hay que preguntarse qué está mal con ‘ellos’ y cómo podemos cambiarlos, sino interrogar las condiciones sociales que han llevado a que esa opción inválida les ‘hiciera sentido’. Al explicar el apoyo a Trump en la “ignorancia” y la “estupidez” de la gente, la campaña de Clinton perdió la oportunidad de abordar una serie de problemáticas que permitieron al magnate instalar su doble discurso del miedo y convertir al establishment político y a las minorías ya oprimidas en “responsables” de los males de la nación. ¿Suena conocido? Es cosa de remontarse unas semanas atrás, a nuestras elecciones municipales, y ver cuántos explicaron los resultados –y en particular la ausencia de votos– en “falta de educación”, “ignorancia” o “apatía”. Estas respuestas no solo minusvaloran las capacidades de nuestros conciudadanos, sino que ignoran –e incluso refuerzan– gran parte de los factores que necesitamos visualizar si acaso queremos construir alternativas políticas viables y que contribuyan a una sociedad más justa e inclusiva.


No he dejado de escuchar en los últimos días que “cada pueblo tiene los gobernantes que se merece”. Y no puedo estar más en desacuerdo. No solo porque creo que el pueblo norteamericano no se merece a Trump, sino porque nos aleja del enfoque que necesitamos. El punto no es qué merecemos sino de qué somos responsables. Lo primero pone el foco en lo que hemos hecho, mientras lo segundo lo hace sobre lo que tenemos que hacer hoy. Y si una lección importante nos han dejado estas elecciones norteamericanas es que, mientras trabajamos por cambiar aquellas realidades sociales que permiten que una decisión como esta ‘haga sentido’ a tantos, somos responsables también de denunciar con toda nuestra fuerza a los ‘mercaderes del miedo’ entre nosotros. Como Trump, ellos se benefician políticamente del construir al otro como un enemigo y en el proceso dañan profundamente nuestro tejido social. Mercaderes del miedo como Cristóbal Lira, electo concejal por Lo Barnechea, y cuya campaña tildó a los trabajadores de la construcción de “intimidantes” y propuso revisar sus antecedentes para evitar que aquellos con causas judiciales pendientes trabajaran en la comuna. Mercaderes del miedo como Paulina Núñez, diputada que en Antofagasta hizo un llamado a votar dirigido explícitamente a “los chilenos” y cuestionó a una candidata que había llegado al local de votación acompañada de extranjeros, como si en nuestro país el voto de un extranjero no valiera lo mismo que el de un nacional. Mercaderes del miedo como el nuevo alcalde de Santiago, Felipe Alessandri, que en una misma frase es capaz de prometer integración a los extranjeros y persecución de aquellas de sus prácticas que generan “molestias a los vecinos”, como si acaso los migrantes residentes en Santiago no fueran vecinos también. Oponernos a estos mercaderes del miedo, en voz alta y con fuerza, es nuestra responsabilidad. Oponernos a ellos por medio de la construcción de alternativas políticas viables, oponernos a ellos por medio del voto sin duda, y oponernos a ellos por medio de la activa resistencia ciudadana a sus políticas, a través de todos los medios que nuestro sistema democrático nos permita. A casi un año de nuestras próximas elecciones presidenciales y parlamentarias, denunciar y resistir activamente el miedo no es solo importante: es necesario si queremos evitar tener nuestro propio día después de Trump.

*Rodrigo Mayorga es Historiador UC, actualmente realiza estudios de doctorado en Antropología y Educación en Columbia University (NY). 

Elecciones EEUU: "Comparte tus miedos y esperanzas*"

** Por Ángela Ordoñez 

A medida que pasan las horas y escucho atenta miles de silencios empiezo a entender por qué lloran. No es que no supiera que lo ocurrido ayer era grave, pero me costaba entender tantas lágrimas genuinamente profundas como he visto estos días. Un email de la decana de mi facultad ofreciendo un servicio de atención psicológica al que lo pueda necesitar… ¿Es realmente necesario o son un poco exagerados? Supongo que llego insensibilizada tras el año de la vergüenza…

Me convocan a una manifestación de profesores y alumnos en la plaza central del campus de Harvard y camino hacia allá esperando encontrar estudiantes con megáfonos y pancartas abanderando la lucha por la justicia en la que creen, pero no… lo que me recibe en la plaza es silencio, miles de personas en un desgarrador y profundo silencio, y en los rostros de todos los colores que habitan esta ciudad, lágrimas. No es un llanto histérico ni teatrero. Son lágrimas que brotan imparables porque hoy aquí algo muy valioso ha muerto. Algo valioso que me esfuerzo por entender y respetar, se le ha muerto a esta gente… Y, como después de toda muerte repentina, la vida aquí se ha congelado.

Saben que este país hoy ha cruzado una línea roja para la que hay difícil vuelta atrás…
Me acuerdo de las palabras que C.S. Lewis escribió cuando perdió a su mujer: “No one ever told me that grief felt so like fear” (Nadie me dijo que el dolor se sentía como se siente el miedo). Esta gente llora porque sienten que se les ha muerto la justicia, el respeto, la honradez, la trasparencia, la fidelidad y la verdad. Y si se les mueren todos esos pilares que sostienen nuestra vida ya solo queda terror. Terror por lo que pueda venir después. Impotencia y terror por el pozo negro y oscuro en el que la humanidad acaba de volver a poner su huella.

Estoy deseando ver estallidos de rabia en esta gente que me rodea y a la que ya quiero porque empiezo a entender… Estoy deseando que alguien rompa este silencio tétrico y mortuorio y vuelva a coger la bandera de la vida en la que cree.

Pero hoy lloran sin consuelo… porque no saben cómo decirle a sus hijos que este mundo merece la pena, porque ni siquiera ellos saben si merece la pena. Lloran porque no saben cómo decirle a sus amigos latinos, afroamericanos y asiáticos que les quieren cerca, porque este país les dice que no son bienvenidos y sienten vergüenza de pertenecer a él. Lloran porque no saben cómo decirle a los padres que están haciendo las maletas rumbo a Canadá que hay cosas en esta vida que no se pueden comprar, porque hoy la historia les dice que no hay nada que el dinero no alcance.

Los mismos ojos que hace unos días vibraban diciéndome: “¡Quédate con nosotros!” hoy apuntan al suelo con vergüenza y me dicen: “por lo menos eres blanca y hablas inglés…”. Sienten vergüenza por lo que su país me dice y rehúyen la mirada, se avergüenzan… Quiero que me miren a los ojos, quiero decirles que sé que esto que está pasando no tiene nada que ver con ellos y que lo sé, pero hoy su culpa les pesa tanto que ninguna de mis palabras les llega.

Camino en silencio hacia el trabajo cruzando el edificio central del MIT, el gran símbolo americano de generación del conocimiento y la tecnología, este lugar que es como el corazón de las ideas y la ciencia del mundo. Y me encuentro las paredes cubiertas de miles de mensajes de profesores y alumnos con tres títulos: “Black lives matter, share your fears and share your hopes” (Las vidas negras importan, comparte tus miedos y comparte tus esperanzas”

No sé de quién ha sido la idea y si me paro llego tarde al trabajo pero necesito leer y entender, y la verdad es que a nadie le importa hoy el trabajo… El hall del MIT, lleno siempre de cerebritos probando algún robot, ruido, bullicio y prisas, hoy solo tiene silencio y se está cubriendo de palabras de miedo y esperanza. En la pared dedicada a Share your fears, una frase de un alumno me atrapa: “I feel fear for my friends who are undocumented students. I want them here. I want them here” (Siento miedo por mis amigos que son estudiantes indocumentados. Los quiero aquí. Los quiero aquí).

Empiezan a llegarme mensajes convocando una manifestación en el Boston Common, el parque central y pulmón de la ciudad, con una pancarta que la encabeza: “Hope will never be silent” (La esperanza nunca será silenciada).

* Esta columna fue publicada en un primer momento en www.pjvsscc.com
** Ángela Ordoñez es Psicóloga. Profesora de la Cátedra de Familia y Discapacidad. Universidad Pontificia Comillas en Madrid. Actualmente realiza estudios de doctorado de Psicología en Boston. 

lunes, 7 de noviembre de 2016

Colombia: presencia que abre esperanza

*Por Arnoldo Fernández Castañeda ss.cc. 



Después de 52 años de guerra durante los cuales los colombianos hemos vivido el drama del conflicto armado, donde miles de personas han dado su vida por defender un ideal y otros tantos han o hemos sido víctimas de la misma, uno se pregunta ¿Cómo encontrar misericordia en medio de la violencia? ¿Cómo perdonar a aquellas personas que han torturado, secuestrado y matado a mis seres queridos por el simple hecho de no negar un favor a un grupo armado que ha pasado por mi casa pidiendo que les den agua o comida?

Precisamente, esto es lo que no entienden aquellas personas que he escuchado cuando he estado en lugares de conflicto armado, familias que han sido víctimas de la guerra, tanto de grupos armados al margen de la ley como de los mismos grupos legales militares de mi país. Ante esta confusión e hipótesis que uno va haciendo como religioso, es a la vez un desafío y oportunidad para no quedarse callado ni pasivo ante el dolor y el sufrimiento, así poder anunciar la misericordia, la justicia y la paz en medio de la guerra. Por ello, en este breve comentario quiero expresar el rol que ha tenido la Iglesia en medio de la guerra y lo que hemos podido hacer nosotros como Congregación religiosa. 


Lo que ha hecho y vivido la Iglesia ante el conflicto armado


Cuando se nace en un país muy católico que está en guerra, donde se ven militares por todas partes y todos los días alguien muere ya sea por una bala, una bomba o una mina antipersona, empieza uno a buscar ya no solamente la protección de un grupo armado, sino que la fe en Dios se vuelve muy fuerte porque es el único que le da fuerza para seguir sobreviviendo en medio del terror. 

En este sentido, la Iglesia ha tenido un gran protagonismo porque no solamente en medio de la guerra han surgido muchas vocaciones, sino que aquellos hombres y mujeres y que han respondido al llamado de Jesús y su Evangelio liberador, que no puede callar ni tolerar las injusticias ni el dolor que deja una guerra de más de cinco décadas, la Iglesia ha estado presente dando fuerza, esperanza y consuelo a aquellas familias que les ha tocado nacer y vivir en medio del conflicto armado. 

No ha sido fácil tener el coraje profético para denunciar toda clase de injusticias y abusos que ha habido por parte tanto de los grupos al margen de la ley como de las mismas fuerzas militares del Estado. En todos los esfuerzos que se han hecho y se están haciendo por la paz, la Iglesia ha estado presente, no como grupo político ni a favor o en contra de, sino a favor de la paz, la vida, el derecho y la dignidad como mediadora en resoluciones del conflicto. En este sentido, se ha ganado el prestigio tanto de los grupos al margen de la ley como de los grupos militares del Estado. 

Un ejemplo de ello, ha sido cuando han entregado personas que están secuestradas. Casi siempre se pide que alguien de la Iglesia Católica esté presente en ese momento, yo creo que además de tener un sentido religioso, da confianza, tanto a los grupos al margen de la ley como a las mismas fuerzas militares del gobierno. Este es un buen gesto y a la vez un compromiso profético que debe tener la Iglesia ya que se da esta oportunidad de ser mediadora y reconciliadora en medio del conflicto armado. Pero no todo es color de rosa, también hemos tenido mártires, varios sacerdotes, obispos y religiosos/as que les han silenciado su voz acabando con sus vidas. 

Este es el riesgo que se corre cuando hay una Iglesia comprometida con la justicia y la paz, cuando la misericordia vence el odio, pero a la vez seguimos siendo un obstáculo para los corazones violentos que creen que todo se puede solucionar por medio de las armas. La zozobra que provoca la violencia debe despertar el compromiso de no desfallecer en seguir anunciando un Reino de misericordia y justicia, aunque haya que dar la vida misma como lo hizo Jesús. 

 

Lo que hemos podido hacer como SS.CC.


Desde nuestro espíritu reparador que lleva encarnado la misericordia de Jesús, hemos estado y aún estamos en contextos donde la violencia ha dejado muchas heridas a causa del conflicto armado. No es lo mismo leer o ver una noticia por los medios de comunicación que estar presente en los lugares donde se vive en carne propia el drama de la violencia.

Nosotros como SS.CC, estamos acompañando procesos de perdón y reconciliación, invitando a ser misericordiosos, tanto a las víctimas como a los victimarios. No es fácil hacer un proceso de perdón hacia el otro cuando la víctima ha sido desplazada por la violencia, le han matado a su familia delante de sus ojos, fue reclutado/a desde su infancia para ir a la guerra y lo que más desea en ese momento es la venganza. Ese es contexto que se vive en muchas regiones del país.

Actualmente tenemos una obra en la región del Huila, municipio de Algeciras, al sur del país que es considerada como zona roja (presencia permanente de la guerrilla). Este es un lugar donde han estado la mayoría de los grupos de al margen de la ley. Actualmente, hay presencia de las FARC EP (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia Ejército del Pueblo). Desde hace más de diez años que llegamos a este lugar la ola de violencia ha disminuido, no solo por la presencia nuestra sino también por todo lo que se ha hecho a nivel del Estado por lograr la paz definitiva y verdadera.

El aporte que he hemos hecho nosotros como Congregación religiosa y desde la misma experiencia que he vivido cuando voy a misión, es desde nuestro mismo carisma centrado en mostrarnos como una familia más en medio del conflicto y la muerte, mostrando el rostro misericordioso y reparador de Dios ante tantos rostros desoladores y angustiados que uno se encuentra en las calles y familias que visita.

La presencia nuestra en medio de ellos abre una esperanza, porque, aunque sientan que el gobierno en muchas ocasiones los deja en medio de las balas, Dios nunca los abandona, así logran compartir su dolor y ser escuchados, recibiendo al menos palabras de consuelo y esperanza. Nosotros nos convertimos en la voz de ellos y en escudo que les brinda protección cuando las armas quieren imponerse y derramar más sangre. Gracias a Dios los hinchas de la guerra nos escuchan y respetan cuando nos manifestamos en contra de la violencia y las injusticias que viven nuestros pobladores urbanos y rurales. Actualmente Algeciras ha sido declarado semillero de paz y cada vez hay menos muertes y más alegría en los corazones heridos por la guerra. 

Arnoldo Fernández Castañeda es colombiano y religioso de los Sagrados Corazones. Actualmente es formado en la Comunidad internacional de profesos, en Chile.