Por Matías Valenzuela ss.cc.
En las sociedades occidentales, desde la Revolución Francesa, progresivamente se fue operando una separación entre la Iglesia y el Estado. En Chile eso ocurrió a través de la Constitución de 1925. Desde ese momento se ha dicho que nuestro estado es a-confesional, es decir, no profesa una creencia particular y podríamos decir que nuestro Estado, en cuanto estructura jurídica y política, es neutro. La consecuencia de esto, mirado en términos positivos, ha sido dar cabida a todas las cosmovisiones en una cultura que se va haciendo plural y no necesariamente religiosa.
En las sociedades occidentales, desde la Revolución Francesa, progresivamente se fue operando una separación entre la Iglesia y el Estado. En Chile eso ocurrió a través de la Constitución de 1925. Desde ese momento se ha dicho que nuestro estado es a-confesional, es decir, no profesa una creencia particular y podríamos decir que nuestro Estado, en cuanto estructura jurídica y política, es neutro. La consecuencia de esto, mirado en términos positivos, ha sido dar cabida a todas las cosmovisiones en una cultura que se va haciendo plural y no necesariamente religiosa.
Ahora bien, este distanciamiento
entre la Iglesia y el Estado llevó a algunos teóricos de las ciencias sociales
a plantear que la religión y lo religioso debía concentrarse exclusivamente en
el ámbito de la vida privada y que estaba o debía estar al margen de la vida
pública. La religión, planteado en términos de caricatura, debía preocuparse
sólo de la salvación del alma y no de la vida social, debía preocuparse por lo
que ocurría más allá de la muerte, pero desentenderse, no inmiscuirse, en las
decisiones que atañen a la vida política, ya que ese era el reino de la razón.
Ese planteamiento es propio del liberalismo, pero se conecta con la idea
conservadora que se opone a las manifestaciones provenientes de la fe en favor
de los derechos humanos y de cualquier denuncia que parezca subversiva al poder
de turno. Ahí vemos que los extremos se tocan.
Hoy en día, la cosa se ve de manera
diferente, en parte porque lo religioso sigue estando muy presente en la esfera
pública y filósofos como Habermas plantean la necesidad de escucharse entre
creyentes y no creyentes: “la confrontación en el discurso con los ciudadanos
creyentes, dotados de iguales derechos, reclama de la parte secular una
reflexión similar sobre los límites de la racionalidad secular o
post-metafísica. Pues la idea de que las grandes religiones del mundo pueden
ser portadoras de <>, de intuiciones morales
olvidadas o sin explotar, no es de modo alguno evidente para el sector secular
de la población. En este contexto es útil tener en cuenta los orígenes
religiosos de la moral del igual respeto a todas las personas. El desarrollo
occidental ha sido configurado por la continua apropiación que ha hecho la
filosofía de los contenidos semánticos
de la tradición judeocristiana y es una cuestión abierta si este proceso de
aprendizaje que ha durado siglos puede continuar o incluso si todavía no ha
terminado” (Jurgen Habermas, “El sentido racional de una herencia de la
teología política”, en El poder de la
religión en la esfera pública, Trotta, 2011, 36).
Por ello se han introducido nuevas
distinciones, entre las que se cuenta la diferenciación entre el Estado y la
sociedad civil. Mientras se afirma que el Estado debe ser neutro, la sociedad
en cambio no lo es ni necesita serlo, sino que está compuesta de múltiples
visiones que interactúan y se comunican y donde todos, creyentes y no
creyentes, deben poder expresarse en pie de igualdad. En el espacio público se
debaten ideas, pero estas son promovidas por personas que se presentan desde lo
que son y desmentir la condición de creyente es negar un aspecto esencial del
ser, que informa la manera de ver el mundo.
Por otro lado, es necesario reconocer
que la barrera entre lo público y lo privado se ha diluido mucho y que todo lo
que hace, dice o piensa una persona tiene consecuencias sociales. Por lo mismo,
la creencia, que se puede cultivar en la intimidad del hogar también, de algún
modo, influirá en la manera como esa persona participará en la acción política
y en la vida social. Insisto, la neutralidad no existe. Lo que se pide hoy, más
bien, es que las cosmovisiones comprehensivas de la realidad, que provienen
tanto de ideologías como de religiones sean reflexivas de sí mismas y sean
capaces de entrar en un diálogo sin fanatismo a fin de no imposibilitar el
intercambio, sino que hacerlo factible y fecundo. El Papa en la exhortación
apostólica Evangeli Gaudium ha insistido, justamente, en el hecho de que los
pastores, y yo agregaría todos los bautizados, no deben ausentarse del debate y
de la vida social: “Los Pastores, acogiendo los aportes de las distintas
ciencias, tienen derecho a emitir opiniones sobre todo aquello que afecte la vida
de las personas, ya que la tarea evangelizadora implica y exige una promoción
integral de cada ser humano. Ya no puede decirse que la religión debe recluirse
en el ámbito privado y que está sólo para preparar las almas para el cielo” (EG
182).
Debemos reconocer, al mismo tiempo,
que la participación de las religiones en el espacio público es compleja y no
necesariamente aporta al bien común. “La religión es amenazadora, inspiradora,
consoladora, provocadora, una rutina tranquilizadora o una invitación a jugarse
la vida. Es un modo de hacer la paz y una razón para hacer la guerra. Como dijo
Ali Sharyati, el gran sociólogo de origen iraní, y reformador islámico:
<>. No es de extrañar que los debates sobre la religión en la
esfera pública generen tanta confusión” (Craig Calhoun, “Epílogo”, en El poder de la religión en la esfera pública,
Trotta, 2011, 111). ¿Por qué entonces los creyentes y en particular los
cristianos estamos empeñamos en participar en el espacio público? ¿Qué es lo
que nos fuerza a ello y qué podemos e incluso debemos aportar?
Una primera razón que impulsa a los
creyentes a participar activamente en la esfera pública es que la fe sin obras
no es fe o es fe muerta. La fe está llamada a expresarse en la acción. Es más,
así como se habla de la ortodoxia, que sería la recta doctrina, también podemos
hablar de la ortopraxis, o sea, del modo de actuar y de vivir de acuerdo a lo
que se cree, que hoy por hoy es condición de credibilidad de la fe. Esto
conecta muy decididamente las creencias con la acción que a su vez tiene una
dimensión tanto personal como colectiva y, por lo mismo, tanto privada como
pública. Todo ello hace que la fe se conecte con la esfera de lo político muy
desde adentro.
Al mismo tiempo, en el caso del
cristianismo hay una motivación muy fundamental que tiene que ver con la
esperanza. Una esperanza que se enfoca en el cumplimiento de las promesas de
Dios, las cuales tienen una dimensión escatológica, referida al final de los
tiempos, a la plenitud en el encuentro definitivo con el Señor y, a la vez, tienen
una dimensión presente, en esta vida, en el caminar humano, donde el reinado de
Dios y su justicia se van haciendo realidad a través de pequeñas y grandes
transformaciones que lo manifiestan. Esa esperanza hace que los cristianos
busquen y luchen, para que la realidad acoja ese modo de vivir que Dios ha
querido para todos, por medio de la fraternidad, la justicia, la alegría y la paz
(cf. Rm 14,17). Esto mismo hace que los creyentes cristianos relativicemos
cualquier estructura jurídica y política, así como económica o eclesial, por
ser temporal y, en ocasiones, pecaminosa, ya que provoca muertes. Ninguna
estructura que configuremos es ‘residencia permanente’, ni perfecta, sino que
cuenta con la fragilidad y la cadencia de todo lo humano que se abre a lo
definitivo. Esto es un antídoto fundamental contra cualquier totalitarismo y es
una sana forma de relativismo.
Junto a la acción, motivada por la
esperanza, en el cristianismo encontramos otra razón que impulsa fuertemente la
transformadora de la realidad y que por lo mismo convoca a hacia la esfera
pública, es lo que desde la teología latinoamericana, asumida por el magisterio
universal de la Iglesia, se ha llamado opción preferencial por los pobres. Esto es así, porque “el corazón de Dios tiene
un sitio preferencial para los pobres, tanto que hasta él mismo “se hizo pobre”
(1 Co 8,9)” (EG 197). La opción por los pobres tiene muchas manifestaciones y
consecuencias en la vida cristiana, una de ellas, defendida por la teología de
la liberación implica el reconocimiento de que los pobres son sujetos de
derechos y protagonistas de los cambios sociales y no sólo necesitados de una
beneficencia que no los dignifica. La opción por los pobres llevó a hombres
como Ellacuría (jesuita asesinado en el Salvador junto a otros compañeros, el
año 1989) a decir que debíamos bajar de la cruz a los pueblos crucificados.
Todo esto implica que la religión, al menos en el caso del cristianismo, debería
estar completamente implicada en la esfera pública, es decir, en aquello que
atañe a todos. La opción preferencial por los pobres es un imperativo
evangélico, pero además es un criterio de verosimilitud de la acción religiosa
y, por lo mismo, una razón de credibilidad. Así lo expresa con otras palabras
un profeta de nuestros tiempos: “la religión profética es una praxis performativa, individual y
colectiva, de inadaptación a la codicia, al miedo y al fanatismo. Para la
religión profética, la condición de verdad es dejar hablar al sufrimiento”
(Cornel West, “Religión profética y futuro de la civilización
capitalista”, en El poder de la religión en la esfera pública, Trotta, 2011, 93).
Ahora bien, en el contexto de las
sociedades democráticas es necesario que los creyentes se incorporen a los
debates a través de lenguajes y argumentaciones que sean comprensibles y
significativos para los demás. Para ello se pueden usar contenidos teológicos
asumiendo que a la hora de transformar éstos en normas jurídicas se deberán
traducir a un lenguaje racional no religioso, en ese sentido neutro, que
represente a la pluralidad de la sociedad que hoy es cada vez más diversa y
multicultural. Pero esto también implica una exigencia a las iglesias, en el
sentido de que ellas mismas, en su seno, incorporen estructuras democráticas de
mayor participación y horizontalidad en el ejercicio del poder, porque sólo así
los pastores o los que las representan podrán expresar un sentir común.
Recogiendo de este modo, en términos del Concilio Vaticano II, el sensus fidelium, es decir, el sentir del
pueblo fiel, en el cual se expresa el Espíritu Santo, actualizando el misterio
pascual de Jesús y, por lo mismo, el querer de Dios. Por ejemplo, en el caso de
la diócesis de Osorno que reclama la renuncia del pastor que ha sido elegido
por el Papa, no hay ningún mecanismo creado por la Iglesia que a esos fieles les
permita hacer valer su reclamo y ser escuchados con posibilidad de incidir en
la toma de decisiones. Esa es una falencia de la estructura eclesial que mina las
posibilidades de participar legítimamente. Son aspectos sobre los que debemos
reflexionar si queremos seguir caminando y construyendo sociedad, iglesia y
mundo, según el querer de Dios expresado en Jesús que formó una comunidad de
discípulos donde el amor es fundamento de libertad y de igualdad, donde todos
los bautizados tenemos una igual dignidad de hijos e hijas de Dios. En
consecuencia, faltan las estructuras y los mecanismos que permitan hacer valer
esto con verdad y efectividad.
Concluyendo estas reflexiones
volvemos a poner la atención en las palabras del filósofo alemán que ya plantea
el paso a una época post-secular, destacando el aporte de las religiones al
desarrollo de la cultura: “el largo proceso de traducir contenidos esenciales y
religiosos al lenguaje de la filosofía comenzó en la Antigüedad tardía. Nos
basta pensar en conceptos como persona e individualidad, libertad y justicia,
solidaridad y comunidad, emancipación, historia y crisis. No podemos saber si
este proceso de apropiación del potencial semántico de un discurso que en su
núcleo permanece inaccesible se ha agotado o si puede continuar dando frutos.
La labor conceptual de los escritores y pensadores con preocupaciones
religiosas, como el joven Bloch, Benjamin, Lévinas o Derrida, habla a favor de
la productividad continua de tal esfuerzo filosófico. Y sugiere un cambio de
actitud a favor de una relación dialógica, abierta al aprendizaje, con toda
tradición religiosa y de una reflexión sobre la posición del pensamiento
post-metafísico entre las ciencias y la religión” (Eduardo Mendieta y Jürgen
Habermas, “¿Una sociedad post-secular?”, en El
poder de la religión en la esfera pública, Trotta, 2011, 132). Hoy el
desafío es continuar elaborando los contenidos que brotan de la fe,
actualizándolos y ofreciéndolos a la conversación en el espacio público. Nadie
puede ni debe quedar fuera del diálogo. Entre esos conceptos que aporta la fe y
que se deben proponer a la reflexión está aquél que afirma que la vida es un
don, que conlleva el cuidado de todos los que habitamos el planeta,
posibilitando y valorando la pluralidad, como un regalo de Dios, que nos ha
amado primero.
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