Si ser niño o niña en general es
difícil en un país donde hay poco espacio para “ser” y mucho para
“convertirse en”, serlo en sectores vulnerados de nuestra sociedad es
prácticamente imposible. Vivir una infancia cuyo entorno permita –equilibrando
las particularidades de los espacios locales con los desafíos y logros del
desarrollo humano– desenvolverse plenamente y con seguridad, parece ser otro de
tantos elementos que en Chile se ha vuelto un privilegio.
Por Valentina García Campo*
En agosto del año 1990 Chile ratifica
la Convención de los Derechos del niño, aprobada en 1989 por las Naciones
Unidas. Este acuerdo se rige por cuatro principios fundamentales: la no
discriminación, el interés superior del niño, su supervivencia, desarrollo y
protección, y la participación en decisiones que les afecten. Chile, al
ratificar dicho acuerdo se compromete con obligatoriedad a tomar medidas para
hacer efectivos los derechos reconocidos por la Convención.
Respecto a la no discriminación y el
interés superior del niño, supone una cobertura completa de la población
infantil (menor a 18 años) en el resguardo a la hora de la toma de decisiones
en las instituciones -públicas o privadas- que influyen en sus vidas. Dichas
decisiones deben estar orientadas a protegerlos y cuidarlos. Tiene que ver
también con apoyar y prestar asistencia a los padres en el desempeño de sus
funciones, para que en lo posible no sean separados de ellos.
Pero, ¿qué está pasando entonces en
la realidad? En las poblaciones, donde hay muchas vidas cosificadas por las
drogas y el consumismo, el interés superior del niño queda aplastado bajo las
necesidades del mundo adulto. Y en general los niños son violentados, abusados
y manoseados por las distintas instituciones que están presentes en estos
espacios.
Por una parte, el sistema educativo,
quien pudiese cumplir un rol activo de prevención y detección de necesidades
y proporcionar elementos integrales de formación para el desarrollo máximo de
la personalidad y capacidades intelectuales, físicas y sociales de cada niño,
está saturado de responsabilidades y agobiado frente a estándares académicos
que en nada se ajustan a las realidades locales. El sistema de salud se
encuentra anteponiendo a su responsabilidad natural de asegurar una vida sana
tanto psicológica como fisiológicamente de la infancia, el cumplir con una
atención precaria, inmediatista y despersonalizada que está al límite de sus
propias capacidades. Y el sistema judicial, que suele ser el último eslabón
de la cadena, ha sido despojado completamente de su autoridad simbólica como
tercero legítimo para intervenir en la relación niño-adulto responsable.
Revictimiza a nuestros niños y niñas haciéndolos desfilar por sus
instituciones sin dar respuesta alguna.
¿Qué podemos hacer? El panorama es
desolador, y tenemos poco apoyo. Las intervenciones en salud mental, por
ejemplo, que pudiesen ayudar a modificar de forma permanente las relaciones
resquebrajadas entre cuidadores tempranos y los niños/as son intervenciones costosas
que a los políticos de turno no interesan pues no tienen resultados
observables durante los años de un período de gobierno. Y es fundamental que
se den en una esfera pública, pues son intervenciones que solo serán
efectivas de la mano de un acuerdo político y social entre familias e
instituciones, entre padres y sociedad, basado en la reparación de la deuda
que tiene este Estado en decadencia con el desarrollo humano de sus miembros.
Entonces el invertir tiempo y recursos
en mejorar, por ejemplo, las relaciones de apego entre madres e hijos o padres
e hijos solo es efectivo brindando posibilidades reales para una maternidad
deseada y segura, acompañada. El destinar más programas para fomentar la
estimulación temprana debe estar enmarcado en un entorno de respeto y
confianza, en todos sus niveles. El preocuparse de hacer crecer las
expectativas y creencias de la juventud es inútil si no hay un correlato real
de educación continua en vez de un modelo ficticio de educación de mercado.
No queremos más niños
sobre-medicados, obesos, tristes, ansiosos, agresivos por cargar con
responsabilidades prestadas. Ser niño o niña aún puede significar ser feliz.
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