Christian Viera Álvarez*
De un tiempo a esta parte estamos escuchando acerca de
la necesidad de un cambio constitucional. De hecho, si miramos el programa del
actual gobierno, tan venido a menos en estos días, uno de sus pilares era la
promesa de una nueva Constitución. Pero, ¿necesitamos una nueva Constitución?.
El equipo de comunicaciones ss.cc. me ha pedido un par
de reflexiones sobre el tema, pero como es largo y no quiero abrumar, propongo
trabajar este tema en tres columnas (me dieron dos, pero puede que salga una
tercera). La primera, una explicación del origen de la actual Constitución.
Luego, las actuales trampas o trabas constitucionales que impiden el tránsito
hacia una mejor democracia, para finalizar con una reflexión sobre método y
contenido. Vamos a ver qué resulta de todo esto.
El “once”, como suele llamarse coloquialmente, se
produce un golpe de Estado que no solo depone al presidente constitucional sino
que inicia un proceso de profunda transformación en la sociedad chilena en
múltiples ámbitos, entre los que destacan el político institucional y el
económico social. Respecto del primero, en lo inmediato, no solo se producirá
una concentración del poder político como nunca se había dado en la historia,
sino que para el futuro se despliega una concepción de la democracia de
carácter instrumental, autoritaria y protegida. Sobre lo segundo, las tesis
propuestas por el neoliberalismo comienzan a ser impuestas en todas las esferas
sociales, restringiendo el rol del Estado a mínimos, no solo en estructura sino
especialmente como agente que actúa en la economía.
El mismo 11 de septiembre de 1973, la junta de gobierno
dicta el DL 1, que señala que “con esta fecha se constituyen en Junta de
Gobierno y asumen el Mando Supremo de la Nación” (Nº 1). En este DL es posible
apreciar la intención de la junta de gobierno de asumir la totalidad del poder,
pero ante la falta de claridad de significado de la voz “mando supremo”, en
noviembre de 1973, la junta dicta el DL 128. En el art. 1 se afirma que “la
Junta de Gobierno ha asumido desde el 11 de Septiembre de 1973 el ejercicio de
los Poderes Constituyente, Legislativo y Ejecutivo”. La junta de gobierno asume
desde el principio la tarea de elaborar una nueva carta. Así, por medio del DS
1064 se “designa Comisión para que estudie, elabore y proponga un Anteproyecto
de una nueva Constitución Política del Estado”. Conviene recordar que los
integrantes de la Comisión, en su mayoría profesores de la Facultad de Derecho
de la Pontificia Universidad Católica de Chile, no se caracterizaron por
disentir profundamente en sus postulados ideológicos ya que eran cercanos a la
derecha chilena. En esta Comisión no cabía la representación de los sectores de
centro o siquiera de centro izquierda del escenario político chileno. Se trata
entonces de un “pluralismo limitado”, pero tan limitado, que estaba en ese
límite en que no puede tener sentido hablar de pluralismo. Se trataba de un
caso en el cual el adjetivo (limitado), destruye al sustantivo (pluralismo).
El 10 de agosto de 1980 el general Pinochet anunció
que la junta de gobierno, en ejercicio de su potestad constituyente, había
aprobado la nueva Constitución y que convocaba a la ciudadanía a un plebiscito
para ratificarlo, el cual se realizará el 11 de septiembre de 1980.
El 11 de septiembre de 1980 se realiza un plebiscito
para “ratificar” la Constitución. Hubo dos opciones: SI y NO, ganando la
primera alternativa con el 67,04% de los votos. La nueva Constitución fue
promulgada el 21 de octubre de 1980.
A partir de 1989 la Constitución ha sufrido múltiples
reformas, siendo relevantes las que se realizaron en los años 1989 y 2005, sin
embargo, los desafíos de la Constitución vigente permanecen en pie. No ha sido
fácil el devenir de la Carta durante sus treinta y cinco años de existencia y
no solo por el tema de legitimidad, sino especialmente por el tipo de sociedad
que se propone para los chilenos: un sistema democrático con un fuerte énfasis
en lo formal, con tutelajes originales y con un desacomodo entre norma y
realidad que esconden una profunda desconfianza sobre la madurez política de la
comunidad y que aspiran a mantener el statusquo con indiferencia a las
mutaciones que va experimentando la sociedad.
El 11 de septiembre de 1973, la irrupción militar
provoca un quiebre político-institucional, pero también un cisma para la
interpretación de la historia. La intervención golpista no supone una breve
interrupción del sistema democrático en vistas de restablecer la
institucionalidad resquebrajada sino que es más bien una refundación del Estado
de Chile. Se trata de un proyecto de restructuración global que rompe
violentamente con la tradición de la sociedad chilena, tanto en el nivel de las
relaciones económicas como en cuanto a la naturaleza del Estado e, incluso, las
concepciones ideológico culturales predominantes. De ahí la necesidad de barrer
con la Constitución de 1925 y elaborar una nueva Constitución que responda a
los nuevos paradigmas en los cuales descansará la institucionalidad.
Es posible realizar una crítica a la Constitución
desde una doble perspectiva: una crítica formal, especialmente al procedimiento
de aprobación original y su entrada en vigor casi diez después de su
promulgación, y una crítica sustantiva, que apunta a su contenido,
especialmente lo que podríamos llamar “enclaves autoritarios” o trampas
constitucionales, pero esto último lo dejaremos para una siguiente oportunidad.
Como hemos visto, la junta militar que se instala en
el gobierno en 1973, por medio de los DL 1, 128 y 788 se autoatribuye el poder
constituyente. De ahí entonces, la junta se ubica por sobre la Constitución y
el derecho, ya que de ella depende su generación y aplicación, sin que exista
un mínimo control sobre sus actos.
Además, es necesario recordar el famoso plebiscito
destinado a obtener la ratificación ciudadana a la carta. Digo “ratificar” y no
“aprobar” en atención a que la ciudadanía no detentaba el poder constituyente,
por lo mismo, mal podía generarla un cuerpo que no detentaba la autoridad para
hacerlo. Así lo hacen notar en carta enviada a un periódico de circulación
nacional, un grupo de profesores de la Facultad de Derecho de la Pontificia
Universidad Católica de Chile. En ella, ese grupo de académicos, entre los que
se cuenta Jaime Guzmán, pretende explicar el sentido de la decisión de la junta
de convocar a plebiscito. Este no es un plebiscito democrático en el que se
exprese la voluntad del pueblo, sino que una simple consulta popular, sin valor
vinculante y cuyos efectos los decidirá, en definitiva, el detentador del poder
constituyente (la junta). Dice la Declaración que “en consecuencia, bien pudo
la Honorable Junta de Gobierno, en cuanto titular del Poder Constituyente
originario, haberse limitado en su ejercicio a los estudios efectuados por la
Comisión Constituyente, el Consejo de Estado y ella misma y haber dictado y
puesto en vigencia la nueva Constitución sin más trámite. Luego, mal puede
restarse validez a la convocatoria a plebiscito que por razón de prudencia y no
de necesidad jurídica se ha estimado del caso llevar a cabo”.
Según la visión descrita, el plebiscito se reduce a
una mera consulta sin poder vinculante. No obstante, esta consulta genera una
serie de interrogantes, tanto por los efectos que se le atribuyen al plebiscito
como por el mismo procedimiento de consulta.
Pero además, el procedimiento de consulta de 1980
presentó diversas irregularidades que impiden que pueda ser calificado como una
manifestación libre de la comunidad. Por de pronto, se realizó estando vigente
un estado de excepción constitucional (estado de emergencia), en un período de
profunda represión y violación sistemática de los derechos fundamentales,
suspensión y/o restricción de los derechos de asociación y reunión,
inexistencia de registros electorales, entre otras.
De esta suerte, el plebiscito presenta una magnitud de
irregularidades, además de pretender vestir con ropas demócratas a una
Constitución que no lo es y que, desde 1981 hasta 1990 solo será Constitución
semántica, habida cuenta que serán las disposiciones transitorias las que
regirán durante este período, que también se caracteriza por el mantenimiento
de la dictadura, permanentes estados de excepción constitucional, violación de
los derechos fundamentales, transformación del sistema productivo y de los
paradigmas históricos del Estado. Por lo mismo, surge la pregunta en relación a
la legitimidad de la Constitución chilena, asunto que presento a continuación.
Durante largos años la cuestión de la legitimidad de
la Constitución chilena no fue tema de debate. La Constitución ha sido aceptada
como un factum del que no nos podemos sustraer, lo mismo que todo el corpus
normativo fruto de la dictadura militar, especialmente la legislación irregular
de los años 1973–1981. Al parecer, la fuerza normativa de lo fáctico unido a lo
que Salvat llama “prudente gobernabilidad sistémica” han generado un
asentimiento colectivo acrítico frente a la historia político–constitucional
reciente. Ejemplo de ello es la postura del ex Presidente de la República,
Patricio Aylwin, para enfrentar y derrotar en las urnas al gobierno
dictatorial. Dice que “puestos a la tarea de buscar una solución, lo primero es
dejar de lado la famosa disputa sobre la legitimidad del régimen y su
Constitución. Personalmente yo soy de los que considera ilegítima la
Constitución de 1980… (pero) esa Constitución –me guste o no- está rigiendo.
Este es un hecho de la realidad que yo acato”. ¿Nos suena?... Años después, la
misma versión recibió por nombre “Justicia en la medida de los posible”.
Sin embargo, la aceptación de una realidad que se
impone no impide la mirada crítica al fenómeno. Me cuento entre los que creen
que, tratándose de la Constitución chilena, su procedimiento, tanto de
elaboración como de aprobación inicial y su contenido original, merecen una
opinión negativa que es necesario hacer presente.
Se ha sostenido que el golpe de Estado y la dictadura
militar encuentran su legitimación en el masivo respaldo de la ciudadanía. No
obstante, si bien el Gobierno de la UP fue resistido por importantes fuerzas
opositoras, no es menos cierto que, a la fecha del golpe, el gobierno contaba
con una importante adhesión popular. Recordemos que Allende fue electo en 1970
con un 36,3% de los votos. En marzo de 1973 se realizan elecciones para renovar
el Congreso Nacional y la votación de la lista de la UP asciende al 43,4% de
los votos, es decir, aumenta considerablemente el volumen de votos la coalición
gobernante. Insisto, el gobierno de Allende contaba con una oposición decidida,
pero no se puede justificar el golpe por un reclamo mayoritario del pueblo de
Chile, porque los resultados de las elecciones de 1973, a meses de ese
episodio, lo desmienten. Por ello, la autoatribución de poder constituyente por
parte de la junta no se puede justificar ni siquiera desde la perspectiva del
derecho a la revolución, dado que no es la comunidad quien reclama el cambio de
gobierno sino que se trata, más bien, de una simple irrupción de un poder
fáctico que cuenta con el apoyo de la fuerza armada.
Además, en la génesis de la Constitución chilena no se
ha verificado ningún elemento participativo o democrático y la ciudadanía se encuentra
completamente ausente –claro está, porque no detentaba el poder constituyente-,
por lo mismo, las diferentes instancias que intervienen en la elaboración de la
Comisión carecen de representatividad y pluralidad ideológica. Al mismo tiempo,
procedimentalmente se acude al pueblo para legitimar la carta (como ratificador
de lo ya aprobado), sin perjuicio de que no están claras las razones para el
pronunciamiento popular ni los efectos que produce dada la supresión de todos
los mecanismos representativos. Sobre este mismo punto, señala Barros que en
agosto de 1980, cuando la Constitución fue presentada públicamente, la carta no
puede ser separada de su origen autoritario y su contexto: la Constitución ha
sido impuesta desde arriba y los organismos que la prepararon trabajaron a
puertas cerradas; la “Junta” la integran cuatro comandantes militares no
elegidos. Además, la única participación ciudadana fue en un dudoso plebiscito
en medio de un estado de emergencia. De igual modo, no hizo nada para alterar
el carácter dictatorial del régimen, pues las disposiciones transitorias
permiten que Pinochet continúe ocho años más en el poder, le dieron mayores
poderes represivos y la junta militar, junto con ser poder ejecutivo, le cabe
la tarea de legislar. De ahí que en su génesis y por los efectos que produce,
la Constitución de 1980 aparece como obra maestra de Constitución
autoritaria.
Al parecer, el afán refundador requería de instrumentos
normativos, de ahí que es necesario comenzar a institucionalizar un régimen
político hecho a la medida, para al menos dar una apariencia de legitimidad
(legal) a la situación de autoritarismo político–militar implantado a la fuerza
en septiembre de 1973. En el fondo, la Constitución encierra una profunda
desconfianza del sistema democrático, de ahí que comparta lo que dice Quinzio Figueiredo:
“la actual Carta Política de 1980 no cumple el requisito de ser expresión de un
gran acuerdo democrático; por el contrario, fue generada en forma antidemocrática
e ilegítima y solo ha sido legitimada por las circunstancias y los hechos… El
único camino que genera una Constitución Política democrática, perdurable,
eficaz, es el Poder Constituyente emanado de la voluntad popular”.
* Profesor Escuela de Derecho Universidad de Valparaíso
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