** Por Andrés Montero
Hace un par de meses, tuve la suerte de estar en
Ciudad de México junto a mi esposa. Entre las cientos de cosas que me llamaron
la atención de esta ciudad interminable, hubo una que me sorprendió
particularmente: en el metro, los tres primeros carros y los tres
últimos de cada tren, son exclusivos para mujeres y niños. En la
mayoría de los casos, la policía se encarga de velar porque se cumpla esta
disposición, con un uniformado apostado ahí, en el tránsito del tercer al
cuarto vagón, impidiendo el paso de quien quisiera pasarse de listo. Por
seguridad, varias personas nos recomendaron que viajáramos en el cuarto vagón,
de modo que pudimos observar lo que se vivía allá, en el otro mundo, en el
mundo de las mujeres y los niños: camaradería de género, apoyo mutuo, sonrisas
y sobre todo mucha tranquilidad en su viaje en transporte público.
Sin embargo, Nicole (siempre mucho
más atenta a todo), estaba en desacuerdo: medidas como esta no hacían otra cosa
que seguir fomentando un machismo que – hay que decirlo – tiene en México una
vitalidad impresionante. ¿Qué pensarían aquellos niños, que desde que tienen
uso de razón ven que es necesario separar a los hombres de las mujeres porque
las pobres bestias no se pueden controlar al verlas? Separar a los hombres de las mujeres era una medida
que, aunque urgente, iba a tapar por mucho tiempo lo importante. Era rendirse,
no dar la pelea, dejar la discusión porque ya no tenía sentido, porque lo único
que se podía hacer era separar a los unos de los otras, dado que los unos no
iban a dejar de ser lo que eran, y las otras no querían aguantarlos más.Lo
primero que pensé, sin darle muchas vueltas al asunto, es que era una medida
formidable: sería muy difícil negar que el metro se convirtió en un lugar mucho
más seguro y agradable para las mujeres, acostumbradas a agarrones, empujones,
groserías, piropos indeseables, robos y tantas otras cosas que tienen que haber
provocado la separación como medida necesaria. Además, las mujeres que no quieran
viajar en los vagones exclusivos, por la razón que sea, no tienen problemas
para hacerlo en cualquier lugar del resto del tren. De modo que es simplemente
una opción (opción que, es lógico, la gran mayoría de las mujeres toma con
gusto).
Por supuesto, cambié de parecer y me cuadré con la posición de Nicole. Y sin embargo, se veía tanta felicidad y solidaridad de género allá, en el tercer vagón, más allá del policía que no me habría dejado pasar, que no podía sino seguir pensando que tal vez no fuera una mala medida, incluso después de ser convencido por mi esposa con acalorados argumentos. Qué mal tenía que haber estado la cosa para que llegaran a esto, pero sobre todo, qué mal llegar a una normalización de este tipo. Me sentí confundido, porque seguía viendo felicidad allá en los primeros vagones. Entonces caí en la cuenta de que el hecho mismo de que se tratara de una medida exitosa era lo que demostraba el punto de Nicole: si separar hombres de mujeres es una medida exitosa, algo estaba extremadamente mal.
Concluí, finalmente, que se trataba de una medida
exitosa que, sin embargo, estaba revelándonos algo infinitamente triste sobre
el mundo en que vivimos.
Y no volví a pensar en esto.
Eso, hasta hace algunas semanas, cuando mi cuñado me
mostró un video donde cientos de personas se empujaban en el Central Park de
Nueva York, dejando incluso abandonados los autos, porque había aparecido un
Pokemón poco común y había que
atraparlo.
Supongo que no será necesario introducir a nadie a qué
es Pokemón Go, después de que por primera vez en la historia de internet algo
haya superado la búsqueda en la red del porno. En lo personal, nunca vi la
serie televisiva y me acabo de enterar de que fue un juego antes de ser una
serie. En el colegio, mis compañeros – creo que todos – sí la vieron, de modo
que estoy enterado de la trama y conozco a sus personajes principales. Como se
trata de una buena historia, que por algo cautivó a tantos millones de niños y
jóvenes, no puedo sino entender que, al menos para ellos, sea emocionante poder
convertirse en el protagonista de algo que marcó, de un modo u otro, su
infancia. Por lo demás, sería absurdo negar que la aplicación es una
genialidad, desde el punto de vista lúdico y tecnológico.
Reconozco que me resulta extraño ver a niños y adultos cazando monstruos
virtuales por la calle, admito que me he descubierto como un conservador que no
quiere que cambien los juegos, como un viejo que mueve la cabeza repitiendo “en
mis tiempos jugábamos con una pelota de trapo”, y que eso me ha sorprendido de
mí mismo. No puedo negar lo extraño que me resulta ver a escritores comentando
que salieron con sus hijos a cazar pokemones y que fue bacán (habría imaginado
que serían parte de la resistencia, como quien dice), pero sé también que todo
lo anterior es una opinión más que personal y que no tengo muchos argumentos
para explicar por qué no me gusta esta moda. Simplemente, me gustan más los
libros o el deporte, pero ese soy yo. De modo que no seguiré por ahí: no tengo
nada que decir, respeto a quienes lo pasan bien con el juego, habría que
moderar su uso como el de todas las redes sociales, bla, bla, bla.
Lo que me ha llamado la atención es otra cosa. Ante las
críticas, los seguidores del juego han respondido rápido, y su argumento
principal ha sido que esta aplicación hace que los niños salgan de su casa,
que interactúen con otras personas, que conozcan su ciudad. Hace pocos días
estuve en Fresia, en el sur de Chile. Una bibliotecaria me comentaba que
llevaba muchos años intentando que su hijo saliera un poco de la casa, porque
se la pasaba encerrado en el computador, absolutamente todo el día, alegando
cuando había que ir a visitar a algún pariente: el caso de muchos niños y
jóvenes de esta época, lo sabemos. La bibliotecaria no podía sino estar feliz
ahora: su hijo estaba todo el día afuera, interactuaba con otros jóvenes,
llegaba con los pies cansados de tanto caminar por Fresia y ya no pasaba el día
encerrado en el computador. No será un caso único, claro: miles
de papás están comentando lo mismo. ¿Cómo no celebrar a Pokemón Go, entonces?
Se ha argumentado, también, que los jóvenes están yendo a los museos, a centros
culturales, a los parques. A buscar Pokemones, claro, pero al menos están yendo
y conociéndolos de rebote. ¿No es acaso algo positivo? Los padres que tienen la
aplicación dicen felices que han encontrado una forma de conectarse y jugar con
sus hijos. ¿Quién sería el malvado que podría seguir en contra de Pokemón Go?
No sé. Yo no, al menos. Me han convencido estos argumentos irrefutables.
Si Pokemón Go fuera una medida destinada a sacar a los
niños de sus casas y hacerlos conocer su ciudad, sería una medida exitosa sin
ninguna duda, así como no hay ninguna duda de que la medida de separar hombres
y mujeres en el metro de Ciudad de México es un éxito porque acaba con
maltratos y abusos machistas.
Y sin embargo, los carros separados del metro están
revelando algo muy triste del mundo en que nos tocó vivir. Del mismo modo, el
hecho de que cientos de monstruitos virtuales sean la única razón de miles de
niños, jóvenes y hasta adultos para querer conocer su ciudad e interactuar con
otros, está gritándonos algo muy fuerte y muy claro. Está revelando algo muy
triste del mundo en que nos tocó vivir.
La aparición de esta aplicación – del éxito indiscutido
de esta aplicación, más bien – podría ser una oportunidad para que atrapemos
algo más que Pokemones: el sentido que le estamos dando a la
vida, a nuestros espacios públicos, a nuestras calles, y a la presencia de los
otros en ellas. Si necesitamos llenar los parques de personajes que sólo se
pueden ver a través del celular, algo pasa con los parques. Algo pasa con los
museos. Algo pasa con la educación. Algo pasa con los padres que no
sabían cómo encontrarse con sus hijos. Algo está pasando, y
Pokemón Go lo reveló de forma muy clara. Dependerá de cada cazador saber
atraparlo.
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* Columna publicada el 19 de agosto en www.elquintopoder.cl
** Andrés Montero, escritor y cuentacuentos en la Compañía La Matriosca.
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