*Por Rodrigo
Mayorga
Hace
poco más de un mes escribí aquí mismo una columna titulada “¿Y qué onda con Trump?” Ahí
señalaba que, cada vez que algún compatriota chileno aprovechaba mi condición
de estudiante en los Estados Unidos para hacerme esa pregunta, mi respuesta
era: “Sí. Es posible que gane. Espero que no y creo que no. Me asusta pensar
que puede ganar, pero si lo hace no me sorprenderá”. Pero la noche del 8 de
noviembre me sorprendió, como a gran parte del país y el mundo entero. Mientras
los pronósticos de la prensa se invertían a una velocidad acelerada y Estado
tras Estado iban dando su apoyo al magnate norteamericano, yo me hacía
consciente de que creer que podía pasar no implicaba creer que efectivamente
ocurriría. Me fui a la cama cerca de las dos de la madrugada, cuando Trump solo
necesitaba un Estado más para ganar la elección. A la mañana siguiente, el
cielo estaba más oscuro que de costumbre. “Es el otoño del hemisferio norte”,
me dije. Sabía que no era verdad.
Los
días tras la elección han sido cualquier cosa menos tranquilos. Masivas
protestas se han multiplicado en las principales ciudades del país. Bajo el
slogan “No es mi presidente”, miles de ciudadanos han expresado su rechazo a un
programa de gobierno y una retórica que amenazan a algunos de los grupos
tradicionalmente oprimidos. A pesar de que no ha faltado quien los tilde de
“malos perdedores”, pidiéndoles le den “una oportunidad” al nuevo presidente,
hay que entender estas protestas como un acto político y solidario de enorme
valor, que reconoce que lo que hoy está en juego no es materia de opinión sino
de defensa de los derechos y la seguridad de todos.
Los
últimos días han probado que sus temores no son exagerados. En mi última
columna expuse cómo la candidatura de Trump se basó en dos miedos particulares:
el miedo a la política y el miedo al otro. En base a estos, el magnate se
erigió como campeón de muchos que se sentían olvidados por un sistema y unas
élites políticas incapaces de dar respuestas a sus problemas. Pero lo que hay
que entender es que el nuevo presidente no es un campeón, sino un bully. Ya ha
dado muestras de serlo a nivel internacional. Durante su campaña amenazó con
exigir pagos a aliados de Estados Unidos por la “defensa proveída” y prometió
construir un muro con México y obligar al gobierno mexicano a pagarlo. En su
recientemente anunciado plan de los primeros cien días, señaló además que
cancelará la entrega de visas a aquellos países que no se hagan cargo de
recibir a los 2 millones de inmigrantes ilegales que pretende deportar. El
problema es incluso más profundo. Trump ha sido capaz de instalar una narrativa
que invierte la tradicional historia del bully: en esta, el abusador no solo
agrede a sus compañeros más débiles sino que termina siendo elegido presidente
de la clase, se queda con la chica (o el chico) y es aclamado por un grupo
importante de sus compañeros, mientras aquellos a quienes ha agredido tiemblan
en una esquina del salón y el profesor observa desconcertado, sin saber qué
hacer.
¿Es esta
una interpretación exagerada? La evidencia que se va acumulando pareciera
indicar que no. Desde el primer día tras la elección, miembros de minorías
étnicas a lo largo del país han sido víctimas de despreciables actos de violencia
e intimidación, inspirados en la victoria de Trump. Basta con darse una vuelta
por la cuenta de Twitter de Shaun King, un activista norteamericano que se ha
dedicado a ‘compilar’ muchos de estos casos. La experiencia es remecedora, de
esas que hacen hervir la sangre. Numerosos musulmanes, asiáticos,
afroamericanos y hasta discapacitados se han visto amenazados en espacios
públicos, exigiéndoseles violentamente “volver a su país”. En las escuelas, los
docentes se han encontrado con niños agarrando los genitales de sus compañeras
y literalmente justificando sus actos “en nombre de Trump” o señalando que “si
un Presidente puede hacerlo”, ellos también. En una secundaria en Michigan, un
grupo de estudiantes construyó un ‘muro’ humano con sus cuerpos para impedir la
entrada de sus compañeros latinos a las salas de clase que, hasta el día
anterior, todos parecían compartir. Los partidarios de Trump repetirán, como lo
han hecho cientos de veces, que el presidente electo no ha llamado nunca a la
violencia contra ninguno de estos grupos. Ello es ciertamente discutible, pero
además, no importa. Su victoria valida una narrativa en que es posible ser un
bully -abiertamente y sin matices– y terminar siendo el ganador de todos modos.
O quizás peor, una en la que para ganar hay que convertirse en el bully y
actuar como tal. Trump y sus compañeros de camino han instalado esta narrativa,
en la que estos actos de violencia despreciable pueden ‘cobrar’ un sentido
distinto para quienes los ejecutan. Si era su intención hacerlo o no, ello no
los hace menos responsables de lo que han desatado. En ese contexto, la
protesta no es solo una acción ciudadana y democrática importante. Es
imperativa.
En
Chile, pocos parecen haber quedado indiferentes a los resultados de esta elección.
Desde posibles candidatos presidenciales hasta anónimos creadores de memes,
todos parecen tener una opinión al respecto. Y está muy bien que así sea. Pero
no basta solo con tener opinión; hay también que sacar lecciones de esto. De lo
contrario, no es difícil imaginar que, más temprano que tarde, terminaremos tan
sorprendidos como los norteamericanos la noche del 8 de noviembre.
La
elección de Trump estuvo basada en el miedo. Y la primera lección que tenemos
que sacar, es que nadie es inmune al miedo. El miedo es algo esencial de
nuestra condición humana e incluso puede funcionar como un mecanismo de
supervivencia. Quizás uno de los errores más grandes de la campaña de Clinton –y que algunos siguen repitiendo en los días posteriores a la elección– fue presentar
a los votantes de Trump como “deplorables”: hombres y mujeres racistas,
incultos e ignorantes, que iban a apoyar al magnate solamente por estupidez.
Pero la estupidez no existe. Los seres humanos estamos constantemente ‘haciendo
sentido’ del mundo que nos rodea. Y si millones de norteamericanos votaron por
Trump, no fue porque haya algo malo en sus cabezas o almas, sino por factores
sociales concretos que hicieron posible que sucumbieran a ese miedo. Su voto
les ‘hizo sentido’ en el contexto de las dificultades y problemas particulares
que estaban enfrentando y antes las posibilidades que se les ofrecieron. Que
quede claro: no digo que ello implique que todas las opciones sean válidas.
Pero si queremos entender por qué millones de personas decidieron apoyar, o al
menos obviar la retórica y propuestas racistas, misóginas y xenófobas de Donald
Trump y votar por él, no hay que preguntarse qué está mal con ‘ellos’ y cómo
podemos cambiarlos, sino interrogar las condiciones sociales que han llevado a
que esa opción inválida les ‘hiciera sentido’. Al explicar el apoyo a Trump en
la “ignorancia” y la “estupidez” de la gente, la campaña de Clinton perdió la
oportunidad de abordar una serie de problemáticas que permitieron al magnate
instalar su doble discurso del miedo y convertir al establishment político y a
las minorías ya oprimidas en “responsables” de los males de la nación. ¿Suena
conocido? Es cosa de remontarse unas semanas atrás, a nuestras elecciones
municipales, y ver cuántos explicaron los resultados –y en particular la
ausencia de votos– en “falta de educación”, “ignorancia” o “apatía”. Estas
respuestas no solo minusvaloran las capacidades de nuestros conciudadanos, sino
que ignoran –e incluso refuerzan– gran parte de los factores que necesitamos visualizar
si acaso queremos construir alternativas políticas viables y que contribuyan a
una sociedad más justa e inclusiva.
No he
dejado de escuchar en los últimos días que “cada pueblo tiene los gobernantes
que se merece”. Y no puedo estar más en desacuerdo. No solo porque creo que el
pueblo norteamericano no se merece a Trump, sino porque nos aleja del enfoque
que necesitamos. El punto no es qué merecemos sino de qué somos responsables.
Lo primero pone el foco en lo que hemos hecho, mientras lo segundo lo hace
sobre lo que tenemos que hacer hoy. Y si una lección importante nos han dejado
estas elecciones norteamericanas es que, mientras trabajamos por cambiar
aquellas realidades sociales que permiten que una decisión como esta ‘haga
sentido’ a tantos, somos responsables también de denunciar con toda nuestra
fuerza a los ‘mercaderes del miedo’ entre nosotros. Como Trump, ellos se
benefician políticamente del construir al otro
como un enemigo y en el proceso dañan profundamente nuestro tejido social.
Mercaderes del miedo como Cristóbal Lira, electo concejal por Lo Barnechea, y
cuya campaña tildó a los trabajadores de la construcción de “intimidantes” y
propuso revisar sus antecedentes para evitar que aquellos con causas judiciales
pendientes trabajaran en la comuna. Mercaderes del miedo como Paulina Núñez,
diputada que en Antofagasta hizo un llamado a votar dirigido explícitamente a
“los chilenos” y cuestionó a una candidata que había llegado al local de
votación acompañada de extranjeros, como si en nuestro país el voto de un
extranjero no valiera lo mismo que el de un nacional. Mercaderes del miedo como
el nuevo alcalde de Santiago, Felipe Alessandri, que en una misma frase es
capaz de prometer integración a los extranjeros y persecución de aquellas de
sus prácticas que generan “molestias a los vecinos”, como si acaso los
migrantes residentes en Santiago no fueran vecinos también. Oponernos a estos
mercaderes del miedo, en voz alta y con fuerza, es nuestra responsabilidad.
Oponernos a ellos por medio de la construcción de alternativas políticas
viables, oponernos a ellos por medio del voto sin duda, y oponernos a ellos por
medio de la activa resistencia ciudadana a sus políticas, a través de todos los
medios que nuestro sistema democrático nos permita. A casi un año de nuestras
próximas elecciones presidenciales y parlamentarias, denunciar y resistir
activamente el miedo no es solo
importante: es necesario si queremos evitar tener nuestro propio día después de
Trump.
*Rodrigo Mayorga es Historiador UC, actualmente realiza estudios de doctorado en Antropología y Educación en Columbia University (NY).