viernes, 12 de abril de 2013

¿Una Iglesia pobre y para los pobres?


Cuatro hermanos nos ayudan a entender estas palabras del papa Francisco; Pablo Fontaine, Eduardo Pérez-Cotapos, Javier Cárdenas y Sergio Silva. 

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Una Iglesia pobre y para los pobres


Por Pablo Fontaine, ss.cc.

¿Cómo entender estas palabras del Papa Francisco? Sin pretender entrar en la mente del Papa, me imagino las cosas así: un llamado a que la Iglesia sea lo que Jesús quiso, algo que no es una novedad, sino un ideal que con mayor o menor éxito la Iglesia, nosotros, debe procurar continuamente. Por otra parte, es una novedad porque la Iglesia se presenta ante el mundo como una Institución poderosa y rica. Y esto no puede ser. Contra ese estado de cosas hay un clamor que lleva demasiado tiempo. Este Papa lo ha puesto en el tapete como quien no dice nada.
“Una Iglesia pobre”. La que Jesús dio a entender por su vida, sus palabras y la gente que lo rodeó. Hoy diríamos sin esa pompa imperial de muchas de las celebraciones litúrgicas, sin esa apariencia y ese trato de príncipes que se da en los cardenales, aun en aquellos que llevan una vida sencilla.
Una Iglesia que no pretende hablar de igual a igual y en el mismo plano con los ricos y poderosos, a través de su diplomacia y de sus miembros de mayor influencia. Una Iglesia que habla a todos y que llega a todos, pero desde su vida y sus estructuras simples, sin más poder que el de la misma Palabra del Señor.
“Una Iglesia para los pobres”. Que pone su atención preferentemente en sus miembros más débiles. La gente de fortuna no debería sentirse marginada por una Iglesia así, como a veces se ha dicho. ¿Qué mensaje más grato recibe el rico si se le dice “trabajemos por la dignidad de los más pobres”?. ¿Se sentirá postergado el profesional que es llamado a asesorar un sindicato, a luchar por la rehabilitación de internos y de drogadictos, a enseñar a niños y jóvenes vulnerables?.
Especialmente necesitamos que en esta Iglesia los temas que atañen a los pobres se debatan, interesen, conduzcan a tomar posiciones públicas para defender a las clases más desposeídas.
En vez de agitar nuestras susceptibilidades debemos ponernos todos en la tarea no fácil ni rápida de lograr humildemente un lugar cerca de los pobres y marginados.

"Ay... cómo me gustaría una iglesia pobre y para los pobres"


Por Eduardo Pérez-Cotapos L., ss.cc.

El Papa Francisco ha impactado profundamente a la opinión pública y a la conciencia de los creyentes. Para la gran mayoría han sido palabras que resuena a esperanza de tiempos eclesiales nuevos y desafiantes. Para algunos, en cambio, suscitan temores e inseguridades.
«Una Iglesia pobre…». Es decir, una Iglesia que no vive para sí misma, sino para su Señor. Que vive para transmitir un mensaje de esperanza a los expertos en malas noticias. Una Iglesia que no está narcisistamente preocupada de cuidar su imagen y sus estructuras, sino deseosa de darse a sí misma para dar vida a otros; como lo hizo su Señor. Una Iglesia que no pone muros y baluartes para defender «sus tesoros» de la corrupción ambiente de estos tiempos que son malos; sino que se arriesga a salir a la calle para reconocer y acoger a Cristo presente en cada hermano. Una Iglesia que no se imagina a sí misma como «poseedora de la verdad», sino como «servidora de la verdad»; de una verdad que es salvífica, que es vida para todos. Una Iglesia que ha renunciado a buscar situaciones de poder para anunciar su mensaje «con más eficacia» … pero finalmente olvidándose de la novedad del Evangelio. Una Iglesia que sabe vivir en austeridad, sin ostentaciones. Acogiendo gozosa en su seno a los pobres, frágiles, pecadores, marginalizados … a esos que es tan poco lo que tienen para dar … pero en los cuales Jesús está más presente que en ninguna otra parte. Una Iglesia que no quiere «brillar», sino estar humildemente presente al lado de los sufrientes; de los sufrientes por cualquier condición.
«…y para los pobres», porque ella misma primero se ha reconocido pobre. De otro modo se acercaría a los pobres con un estilo que al final les resultaría humillante. Una Iglesia que ha aprendido a reconocer con humildad y dolor su propio pecado, para poder estar cerca de los pecadores. Una Iglesia que vive entre maravillada y desconcertada frente al abismo de misericordia del corazón de Dios, y que por lo mismo no se asusta de dialogar con los que no tienen las cosas claras y andan buscando a tientas la verdad; incluso en ocasiones buscándola torpemente y por caminos desviados. Una Iglesia que se recuerda un poco avergonzada de los tiempos en que quería «hacerse pobre», porque era incapaz de aceptar su pobreza como camino de vida. De los tiempos en que proclamaba con pavorosa seguridad las verdades inmutables, como juez de la sociedad entera, sin reconocer el pecado y mentira que se anidaban en su propio interior; y por lo mismo haciéndose incapaz de compasión. De los tiempos en que soñaba con ser fuerte y pura para poder «cambiar el mundo», olvidándose de su humilde misión de servidora de un Señor que con la fuerza de su Espíritu transforma «como desde abajo» la creación entera.
Bendito llamado de Francisco, que nos invita a volver a lo esencial de nuestra misión; hacernos hermanos pequeños en la búsqueda de la Paz y el Bien para la humanidad entera y para la creación entera.

Yo quiero ser como Jesús, ser pobre, opto por ellos.  


Por Javier Cárdenas, ss.cc.

Hace un mes fui detenido y controlado por carabineros a la salida de una tienda comercial en Santiago. Quizás porque iba con zapatillas y short en bicicleta. Pero creo yo que fue por sospecha: sospecha de que mi persona delata un ciudadano común y corriente; o quizás la razón de esta detención fue la da haber nacido en un hogar sencillo y pobre; de haber estudiado en la Escuela D-303 y en el Liceo B-14, sin ningún futuro. No tuve el privilegio de las elites de este país de una buena educación, que la otorgan generalmente los colegios católicos. 
O quizás me detuvieron por mis rasgos físicos que no son altos, cabello rubio, ojos claros y tez clara, sino que delatan la historia de una abuela mapuche que se crío sabiendo el tiempo del amor y de tener la casa calientita para sus hijos. 
O me detuvieron porque tuve que trabajar de temporero o lo que sea para poder comprar mis cuadernos, ropa o de otra forma no podía estudiar porque éramos pobres y mi papá había muerto.
O me detuvieron porque no poseo nombres ni apellidos compuestos. 
Esto se llama discriminación y me he sentido solidario, hermanado con toda la historia de la humanidad que no se cuenta. Me he sentido solidario con nuestros hermanos indígenas. Empobrecidos por un sistema que enseña más a competir que amar, que enseña más a cuidar la propiedad privada que a respetar la dignidad humana. No saben que están hipotecando su vida pagando viajes, plasmas, autos, zapatillas… pero se han olvidado que lo más importante es amar, espacialmente a los pobres, excluidos y empobrecidos.
En fin, me siento más al lado de Jesús y su reino, me siento entendiendo a Jesús que también fue arrestado injustamente. Él no buscó la muerte sino que dio la vida antes, amando. Él me ha enseñado que es posible comenzar de nuevo, me ha enseñado que hay que ponerse de pie, incluso con lágrimas y dolor.
Sueño con una iglesia más pobre y sencilla, no al lado de los poderosos. No quiero una iglesia que le da más importancia a los dogmas y planes pastorales, no quiero una iglesia que se olvide de Jesús, sino todo lo contrario. Una Iglesia pequeña, pobre, sencilla. Al lado de los que son excluidos. 
Ese es el evangelio y ese es el Dios de Jesús, son los anawin.
Yo quiero ser como Jesús, ser pobre, opto por ellos.  

¿Una Iglesia pobre y para los pobres?


Por Sergio Silva Gatica, ss.cc.

El papa Francisco ha dicho, en una de sus primeras intervenciones, que quiere que nuestra Iglesia católica sea pobre y para los pobres. Este deseo ha provocado diversas reacciones: de gozo en muchos pobres y en los que trabajan con ellos y para ellos, y de cierto comprensible desconcierto entre los que no son pobres: “entonces, ¿la Iglesia nos margina, nos expulsa?”.
El deseo del papa Francisco da para muchos desarrollos. Aquí me voy a concentrar en un aspecto muy particular, pero que puede ayudarnos. Creo que muchas veces, tanto en la sociedad como en la Iglesia, nos movemos espontáneamente con una idea bastante pobre y simplista de lo que es la pobreza; y esa idea, en lugar de iluminar, nos enreda. Propongo una clarificación que fue elaborada hace ya unos 35 años por el “Grupo de Bariloche” (1) y que me parece que sigue vigente y puede sernos de gran utilidad.
Basados en las ideas del sicólogo Abraham Maslow y otros, estos autores parten de la base de que las necesidades humanas son muchas y de distinto orden, pero que hay entre ellas una jerarquía; a esto añaden que, para satisfacerlas, necesitamos de “satisfactores”, que son igualmente muchos y diversos. La pobreza, concluyen, tiene que ver con la falta de los adecuados satisfactores para cada una de las necesidades humanas. Teniendo presente este esquema simple, entremos en materia.
Las necesidades se pueden reducir a cuatro principales: necesidades de existencia, convivencia, realización personal y trascendencia. Las he puesto en orden ascendente de importancia para el ser humano. Sin embargo, lo decisivo es que no se puede – en la inmensa mayoría de los casos – satisfacer una necesidad de orden superior, si no están adecuadamente satisfechas las del orden inferior; dicho simplemente, no es posible tener una buena convivencia ni realizarse personalmente ni trascender si no se tiene lo suficiente para asegurar la existencia, es decir, si no se tiene para la comida, el vestido, la casa.
En cuanto a los satisfactores los hay de tres tipos: los que tienen que ver con la persona individual directamente y los que están fuera de la persona individual, que son a su vez de dos tipos: los que surgen de la interrelación con los demás, y los que nos vienen de la naturaleza. Tomemos el ejemplo de las necesidades ligadas a la existencia. La persona individual, para permanecer en la existencia, necesita disponer de satisfactores como alimentación, suficiente descanso, adecuado ejercicio físico; además, en sus relaciones con los demás (la comunidad y la sociedad), debe tener acceso a un empleo que le permita un ingreso suficiente, y la sociedad debe ser suficientemente predecible; para que sus relaciones con la naturaleza sean favorables a su existencia, debe disponer del abrigo y de la vivienda adecuados. Pero hay también necesidad de proteger la existencia; de ahí satisfactores como prevención y defensa, en los tres niveles (personal, interrelacional y de vínculo con la naturaleza), curación, seguridad social, etc. La pobreza puede provenir de la carencia o de la insuficiencia de cualquiera de estos satisfactores.
Pero hay también necesidades “superiores”, como las que ya he mencionado. La convivencia supone amor, comprensión y participación. Para satisfacer estas necesidades, la persona debe tener una clara identidad, un adecuado amor propio y apego a la vida; debe, además, ser capaz de introspección y de estudio; y debe tener la suficiente libertad, autonomía e independencia. Cualquiera de estos satisfactores que falte hace de esa persona un pobre en la dimensión de la convivencia. Pero a esto se añaden los satisfactores de la convivencia que se dan en las relaciones interpersonales (el amor y la amistad; la educación, la socialización, la capacitación, la capacidad de observar y de informarse; la participación en las decisiones de trabajo y de gobierno) y en la relación con la naturaleza (el arraigo en un entorno físico, en un hábitat; la educación acerca de ese entorno; el manejo y el uso del entorno).
Como se ve, la pobreza es una realidad extraordinariamente variada. Y habría que seguir con las dos necesidades superiores siguientes, las de realización personal y trascendencia.
Pero, como no se pueden satisfacer las de orden superior si no están satisfechas las de orden inferior, sigue siendo la pobreza que afecta a los satisfactores de las necesidades de existencia la prioritaria, y a ella debemos abocarnos como Iglesia en primer lugar. Y la experiencia muestra que hay muchos que no son pobres en la dimensión de la existencia porque tienen los satisfactores suficientes, pero que se entregan al servicio de esos pobres, y en esa entrega encuentran satisfacción para las necesidades superiores de una manera mucho más intensa y honda que los que no actúan así.
(1) Carlos A. Mallmann, Manfred A. Max-Neef, R.A. Aguirre, La sinergia humana como fundamento ético y estético del desarrollo (A modo de sinfonía). San Carlos de Bariloche, Argentina, Desarrollos Sinérgicos, marzo 1978.

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