Discurso de Percival Cowley, ss.cc. durante el acto ecuménico de la Municipalidad de Providencia el 11 de septiembre de 2013
Desde
hace ya un tiempo estamos siendo partícipes o testigos de realidades que
posiblemente vivimos en nuestra vida de todos los días. Se trata de lo que nos
ocurre en la calle, donde el modo de caminar por las veredas y los encontrones
de quienes pasan por el lado; las bicicletas, que circulan por ellas, sin mayor
respeto por los peatones; los automóviles, que avanzan lentamente por las
carreteras, sin dejar pasar a quienes van más apurados, y provocando
accidentes, ¿para qué seguir con los buses y los camiones? Pero no se trata
sólo del desagrado de no poder circular con seguridad, sino también del insulto
y la insolencia de quien se cree dueño de la calle o lleva consigo alguna
molestia que descarga en los demás y la expresa en palabras que todos conocemos.
Estamos hablando de hechos puntuales, de desagrados que, de alguna manera, nublan la jornada y tienden a arrebatarnos la
simple alegría de vivir y de poder compartir. Si sólo se tratara de estos
hechos puntuales y nada más, podríamos decir: “paciencia” y seguir adelante
animosamente. Pero, no podemos dejar de recordar esa palabra tan sencilla del
Evangelio: “Porque has sido fiel en lo poco, yo te constituiré sobre lo mucho”
(cf. Mt. 25, 21).
Se
trata de que estos pequeños acontecimientos de la cotidianeidad, son
expresiones de realidades más profundas.
Podemos
empezar a hacernos cargo de ellas e ir un poco más adentro si nos metemos en
los medios de comunicación, si entramos en la prensa escrita, en las radios, en
la TV, en las redes. Sobre todo en estas últimas: a través de ellas parecieran
expresarse todas las amarguras imaginables, los dolores no asumidos y
resueltos, las odiosidades que matan más al que odia que al que es odiado.
Así,
estamos entrando al fondo de los desafíos que, me parece, tenemos por delante:
-Los
miedos del pasado que permanecen; los intereses materiales que se defienden a
como de lugar;
-Las
faltas de confianza en los demás;
-Las
heridas que no han sido reparadas.
Cuando
tenemos miedo de que nos asalten, procuramos andar, de alguna manera,
protegidos. Esta protección podría ser calificada de prudente, como los
chalecos anti balas de la policía. Por igual, la de no salir a la calle con
joyas ostensiblemente valiosas. Del mismo modo, de tener el cuidado de no dejar
puertas ni ventanas abiertas: siempre puede estar presente el temor a ser
asaltados…pero también de ser abusados, lo que puede suceder de muy distintas
maneras que todos conocemos. ¿Para qué referirnos a los padres de familia
atemorizados por sus hijos e hijas, menores y adolescentes?
¿No
les parece que hemos ido entrando en una espiral donde el miedo nos hace menos
libres, menos creativos y tiende a encerrarnos en nuestras pequeñas parcelas
familiares o de amigos cercanos?
Quizá
algo queda de esa frase que muchos escuchamos: “En este país no se mueve una
hoja sin que yo lo sepa”. Entonces –y en ese extremo-, todo pensamiento
personal quedaba excluído, podía ser peligroso, sobre todo si había la osadía
de expresarlo públicamente. En parte, por eso puede ser que tantos de nosotros
decimos a cada momento que “sentimos” esto o aquello y, pocas veces o nunca:
“Yo pienso”, sólo “yo siento”. Nos metemos de este modo en el terreno de las
emociones y sentimientos que, con todo el valor que tienen, nos ubican en un
terreno resbaladizo donde el diálogo y la comunicación se hacen imposibles
porque nos cierran el camino de cualquier objetividad, encerrándonos, una vez
más, en la pura subjetividad. Algo ha quedado de ese temor a pensar o exponer
un pensamiento; algo quedó en nuestra cultura- la de tantos sentimientos
inestables y tantos temores- que nos va llevando a no aprender a pensar, a ser
críticos, a discernir, a adquirir compromisos porque nuestra búsqueda de
coherencia nos lo exige.
A la
par, algo ocurre desde siempre en el ser humano que, de una u otra manera, se
expresa en la defensa de los intereses materiales. “Que nadie me quite o
disminuya lo que ya tengo porque deseo tener más” y todo esto, sin tener en
cuenta, -poco o nada- las tremendas injusticias que sufren los más pobres y las
ausencias de solidaridades reales que nos conduzcan a la construcción de una
sociedad más justa y, por lo mismo, más fraterna. Entre los miedos y los
intereses egoístas, hemos ido creando situaciones de violencia que, si ustedes
quieren, podemos llamar las pequeñas violencias de la vida cotidiana o/y las
violencias económicas que inciden, finalmente, en las violencias morales,
políticas y sociales.
Estas
violencias continúan hoy. Están ahí como un desafío permanente que hay que
reconocer y enfrentar.
Por
estos caminos y en medio de estas realidades, no podía sino ir sucediendo que
se fueran creando sucesivos y sumados climas de desconfianzas. Desconfianzas en
las instituciones, dentro de las familias y respecto de las personas que nos
rodean, sobre todo en el trabajo y en las diversas instancias que están
llamadas a organizar la sociedad humana.
Como
consecuencia inevitable de los miedos, los intereses y las desconfianzas, de
los que hemos hablado, se ha ido produciendo, -y cada vez más hondamente-, una
desconfianza en relación con la palabra humana. Y, ¿cómo no?, también respecto
de la Palabra de Dios y de las instituciones que la proclaman, de las iglesias…
Y,
más allá de todo lo dicho, están las heridas, las que quedaron y las que con
los años no han hecho otra cosa que ahondarse, justamente por la falta de
verdad y de justicia y, también, porque todos los medios de comunicación
anuncian formas de vivir en que se expresa una terrible violencia económica, que
se manifiesta en las terribles diferencias en los ingresos entre los que tienen
más y los que tienen menos.
Ha
habido, en estos mismos días y también puede ser válido, el que muchos hayan
pedido perdón por lo que hicieron o por lo que dejaron de hacer. Pero hay algo
que me parece necesario afirmar: Yo no soy nadie para perdonar al que hirió a
otro. Cada cual ha de asumir su propia responsabilidad por lo que hizo –y hay
que subrayarlo-, por lo que dejó de hacer.
Lo
primero, entonces, consiste en reconocer que hay heridas; que ellas son
verdaderas y muchas veces extremadamente dolorosas, y que hay situaciones,
instituciones y personas que las provocaron. No reconocerlas, significa herir
aún más.
Pero,
¿En qué estaba cada uno de nosotros en los días previos al golpe militar? Y
también, ¿En que estuvo cada uno de nosotros durante los años que siguieron,
los de la dictadura militar? Son preguntas que tenemos que hacernos para ser
veraces con nosotros mismos y también con la verdad como tal.
Con
todo, no podríamos negar que lo que ocurrió hace 40 años venía enervándose
desde antes, me atrevería casi a decir desde siempre.. Hay realidades que permanecen
en el tiempo y otras que se van incubando, algunas de ellas empujadas por las
primeras. Hay una realidad, de antigua data en nuestro país, que se ha ido
desnudando y agudizando en la medida en que el país se ha seguido desarrollando.
Se trata de las diferencias culturales, sociales y económicas que nos separan
en mundos tan diversos. Hoy, nadie con un mínimo de racionalidad podría decir:
“Le vamos a dar dignidad a los pobres” porque sería una formulación, en el
mejor de los casos, paternalista y, además y sobre todo, porque los pobres
ahora saben que tienen dignidad por sí mismos, por su sola condición humana.
Por nuestra parte, los que procuramos ser cristianos, deberíamos saber que el
ser humano ha sido creado a imagen y semejanza de Dios y que de allí proviene
la dignidad de cada cual, cualquiera sea su pensamiento o ideología. Esta
conciencia nueva respecto de la propia dignidad, sobre todo en nuestros
hermanos menos favorecidos por los bienes materiales, es un hecho que ha
provocado una suerte de revolución de aspiraciones: aspiraciones de buen trato,
de respeto, de cultura y educación, de ingresos decentes, de vivienda, de
salud. Eso que ayer no estaba en el inconsciente colectivo, hoy lo está y cada
día más agudamente en una conciencia más ilustrada y más válidamente presente.
Estos
temas, postergados y que han sido fuente de múltiples inequidades, son hoy día
protestas; protestas por los abusos, indignaciones de diversa índole o lo que
fuere, pero –y a eso voy-, fuente de violencias soterradas y no por eso menos
perceptibles u otras que, de pronto, están ahí delante de nuestros ojos.
Es
lo que de hecho ha ocurrido o sigue sucediendo, incluso entre algunos
cristianos. Sucedió en un pasado no muy lejano que algunos no vieron o no
quisieron ver lo que estaba ocurriendo en Chile con los Derechos Humanos. Fue,
además, un verdadero escándalo lo que ocurrió con algunos que empezaron a
despertar cuando descubrieron que había quienes habían acumulado millones de
dólares en el extranjero: a estos les importaba más el dinero que la persona
humana.
Por
eso, entre los miedos y los intereses materiales por defender es que ha sido
tan difícil en nuestro país encontrar los pasos que requiere la verdad, para
hacer justicia y podamos así encontrar la paz para todos y no sólo para
algunos.
Como
nos lo recuerda la palabra del profeta Isaías (61,8), el Señor nos dice que ama
el derecho y odia lo que se arrebata injustamente. Los que queremos escucharlo,
estamos invitados a asumir esa causa: amar el derecho y odiar la injusticia.
Esa es la tarea del presente y del futuro. Para acogerla, en la práctica y
hacerla real en nuestra sociedad, tenemos que ser capaces de preguntarnos por
las causas profundas de las injusticias y de las violencias históricas a que
hemos aludido y, entonces, comenzar hoy mismo a ser fieles en lo pequeño y
cotidiano, en ese modesto quehacer de cada día en que se va construyendo la
vida porque se va ayudando a ser más felices a los demás. Cada uno de los
pequeños gestos, a veces casi invisibles, o las más simples palabras de acogida
o acompañamiento irán siendo señales de respeto por la dignidad del otro, de
cualquier otro. Si ese otro nos importa de verdad, solos iremos descubriendo
las múltiples formas de pequeñas o mayores violencias que arrinconan al otro y
lo van transformando, a su vez, en indignación y finalmente también en
violencia que se defiende de la sufrida. La pregunta aquí, es ¿Qué sociedad
queremos para el presente y para el futuro, para nosotros o para hijos y
nietos?.
Desde
la Encarnación de Jesús, los que hacemos intentos por ser cristianos no podemos
pasar por el lado de los hechos, de los acontecimientos históricos. Si lo
hiciéramos, la nuestra no sería, propiamente hablando, una fe cristiana, una fe
que nace del encuentro con el Jesús Encarnado, hijo de María, hijo de mujer. Y,
si se ha hecho una buena distinción respecto del pasado, con las palabras
errores y horrores y si estos últimos siguen ahí exigiendo más verdad y más
justicia, no podemos olvidarnos que las causas más profundas permanecen, que
ellas están ahí y también hoy amenazan la paz social. Creo que no podemos dejar
espacio a nuevos errores, ahora sobre los horrores cometidos, ni tampoco al
error de no darnos cuenta lo que cada uno de nosotros hoy mismo puede hacer en
lo pequeño y sencillo de reconocer al otro en su dignidad y respetarlo en todas
las dimensiones de su ser.
El
Señor, con nuestra colaboración responsable, quiere hacer germinar lo sembrado
y quiere hacer germinar la justicia: la integral, la que parte siempre de la
igual dignidad de cada ser humano que, lo sepa o no lo sepa, es hijo de un
mismo Dios.
La
Buena Noticia para los pobres es el anuncio de Jesús; el de todos los que
quieren de verdad embarcarse en este quehacer hermoso: olvidarse de sí mismo para
dar paso al mensaje de Jesús y a la tarea que le sigue. Podemos hacerlo todos
juntos: vendar los corazones heridos y, a la vez, proclamar, también todos
juntos, el año de gracia del Señor; los años de gracia del Señor, porque hemos
derrotado nuestros miedos y nuestros intereses egoístas; porque hemos
recuperado e inventado las confianzas necesarias; porque podemos seguir
reparando injusticias, esas que siguen –y seguramente seguirán clamando- hasta
que se realice plenamente el reinado de Dios. Para decirlo con el Papa
Francisco, no seamos sólo cristianos de buenos modales, pero de malas
costumbres o simplemente “creyentes de museo”.
Empecemos,
entonces, nosotros, por lo pequeño de cada día. Busquemos hacer felices a los
demás, sabiendo que sólo así alcanzaremos la verdadera y propia felicidad,
porque hay más alegría en dar que en recibir; porque la entrega de nuestra
propia vida, a la manera de Jesús, nos acercará al gozo de la vida nueva,
aquélla que es regalo de la Pascua de Jesús. Amén.
A propósito del golpe
Mario Soto Medel, ss. cc.
En estos días estamos invitados a una reflexión profunda
sobre la comunidad chilena y los proyectos de sociedad, que cada persona y
conglomerado social tiene de acuerdo con sus intereses e ideales personales y
colectivos.
Hoy hemos oído en los medios a personas de todos los
lados dando su testimonio y visión de los que vivieron en ese entonces, eso nos
recuerda nuestra propia experiencia vivida, y las responsabilidades que tuvimos
al ser actores de un Chile tan dividido.
Yo tenía 19 años y estaba jugado por el proyecto
chileno al socialismo, Allende era la cabeza de ese proceso que buscaba la
justicia para todos, la dignidad más completa para los oprimidos de siempre.
Esos ideales y motivaciones siguen siendo objeto de
cuestionamientos y compromisos para mi y para muchos. En un primer momento mis
motivaciones eran sociales, humanitarias, y poco a poco se fueron anclando en
el proyecto de Jesús.
Mirado a la distancia desde hace ya décadas me
reprocho la falta de realismo en la conducción política de este proyecto. También
me reprocho el habernos auto centrado en nuestro propio proyecto, sin capacidad
para unir otras fuerzas como la democracia cristiana y sectores de derecha. ¿Cómo
se puede construir una sociedad radicalmente diferente sin el apoyo de una
mayoría sustancial de la población?. La lógica del planeta era la guerra fría y
Chile entró en esa lógica. Alguien dijo “todos los sectores somos responsables
del clima de violencia”. Todos somos responsables del golpe. El gobierno de Allende
fue responsable de la conducción política del estado que lo llevó a la ruptura.
Tiene el mérito de haber ofrendado la vida por esos nobles ideales que aún
esperan una expresión política.
Esta es una buena base de autocrítica, que no
desmerece los valores y la riqueza de ese movimiento emergente de dignidad
social, que aún sigue vigente y no tenemos que perder de vista.
Por otro lado está el juicio que me merece el
comportamiento de los otros. La Democracia Cristiana que fue proclive al golpe
porque no se veía otra salida y su posterior rechazo a la dictadura militar por
el atropello a los derechos humanos y por su desinterés por el retorno a la
democracia. También hay que considerar que la dictadura no les dio espacio
político. Así ellos fueron excluídos del poder y corrieron la suerte de la
oposición a la dictadura.
Luego la derecha muy golpeada por la Unidad Popular
se hace golpista y revanchista con una crueldad fratricida sin límite. Los que
no fueron activos en el exterminio de la oposición, fueron silenciosos
cómplices o cerraron los ojos para no ver la crueldad que los rodeaba. Aún hoy
gota a gota salen voces de perdón de la derecha, que desgraciadamente no son la
norma. Es Piñera que desde su sector culpabiliza a los civiles que se beneficiaron
y aún hoy se benefician. Callan sin aportar a la reconciliación nacional. El
vendaje de la derecha golpista y dictatorial aún está vigente. Lo tienen los
civiles hoy multimillonarios que se beneficiaron con el regimen a costa del
heraldo público y del despojo de tierras y bienes de gente humilde y también destacados
políticos. Los militares, aunque son los que más han pagado, no tienen la transparencia
que se requiere. A propósito del caso Cheyre queda en evidencia la complicidad
con las atrocidades del regimen y el lavado de manos de los oficiales jóvenes.
Esos oficiales eran fervorosos partidarios de la dictadura y del exterminio de
los chilenos que pensaban distinto. Tenían la fuerza y el entusiasmo de los jóvenes,
fueron formados para dejar de lado el ser humano y asumir el rol de militar que
tiene su fuerza en el espíritu de cuerpo. Cheyre dice que no podía hacer más,
que no sabía, que se limitó a obedecer órdenes. Es cierto. No podía hacer más,
porque si hacía más arriesgaba su carrera o su pellejo, incluso sus ideales de
militar. Para hacer más tenía que tener arraigados valores humanos con una
profundidad superior que recibió de su familia y que el ejército desmontó.
En la derecha están los obstáculos para la
reconciliación, qué duda cabe. Pinochet sigue siendo una figura ejemplar para
muchos chilenos. Se le valora porque puso a Chile en la senda de un país próspero.
La condena moral por el atropello a los derechos humanos que lideró, está lejos
de una condena en sectores de la derecha e incluso en gente humilde. La condena
moral por ser un flagrante ladrón que usá al Estado para su benéfico personal y
se encubrió en él para hacer tráfico de armas, parece que eso nunca hubiera
pasado.
Esto último forma parte del dolor de Chile. También
de su ambigüedad ética. Es nuestra fragilidad que tenemos que asumir para
poderla superar. Es también un desafío para la democracia que necesita ser
fuerte para no permitir la acción de poderes fácticos aún anclados en el
pasado.
Hoy es más difícil que ayer llevar adelante estos
ideales. La vida se nos ha materializado y comercializado. Todo se compra y se
vende. Todos los recursos son acaparados en unas pocas manos. Recuerdo la
lectura de las odas elementales de Pablo Neruda, haciendo el llamado
premonitorio a no vender el aire, el agua , el mar…
Pienso que el Chile de los años 70 nos enseña que los
países y sus proyectos políticos se construyen con grandes consensos, no basta
tener nobles ideales o fuerza para imponerlos. Las ideas, la voluntad del
compromiso sostenido en el tiempo, oír a la gente, políticos al servicio de los
ideales y no administradores del poder, son los elementos que nos pueden llevar
a grandes consensos para construir un Chile justo y solidario.
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