jueves, 12 de septiembre de 2013

A 40 años del golpe de Estado


Discurso de Percival Cowley, ss.cc. durante el acto ecuménico de la Municipalidad de Providencia el 11 de septiembre de 2013


Desde hace ya un tiempo estamos siendo partícipes o testigos de realidades que posiblemente vivimos en nuestra vida de todos los días. Se trata de lo que nos ocurre en la calle, donde el modo de caminar por las veredas y los encontrones de quienes pasan por el lado; las bicicletas, que circulan por ellas, sin mayor respeto por los peatones; los automóviles, que avanzan lentamente por las carreteras, sin dejar pasar a quienes van más apurados, y provocando accidentes, ¿para qué seguir con los buses y los camiones? Pero no se trata sólo del desagrado de no poder circular con seguridad, sino también del insulto y la insolencia de quien se cree dueño de la calle o lleva consigo alguna molestia que descarga en los demás y la expresa en palabras que todos conocemos. Estamos hablando de hechos puntuales, de desagrados que, de alguna manera,  nublan la jornada y tienden a arrebatarnos la simple alegría de vivir y de poder compartir. Si sólo se tratara de estos hechos puntuales y nada más, podríamos decir: “paciencia” y seguir adelante animosamente. Pero, no podemos dejar de recordar esa palabra tan sencilla del Evangelio: “Porque has sido fiel en lo poco, yo te constituiré sobre lo mucho” (cf. Mt. 25, 21).

Se trata de que estos pequeños acontecimientos de la cotidianeidad, son expresiones de realidades más profundas.

Podemos empezar a hacernos cargo de ellas e ir un poco más adentro si nos metemos en los medios de comunicación, si entramos en la prensa escrita, en las radios, en la TV, en las redes. Sobre todo en estas últimas: a través de ellas parecieran expresarse todas las amarguras imaginables, los dolores no asumidos y resueltos, las odiosidades que matan más al que odia que al que es odiado.

Así, estamos entrando al fondo de los desafíos que, me parece, tenemos por delante:
-Los miedos del pasado que permanecen; los intereses materiales que se defienden a como de lugar;
-Las faltas de confianza en los demás;
-Las heridas que no han sido reparadas.

Cuando tenemos miedo de que nos asalten, procuramos andar, de alguna manera, protegidos. Esta protección podría ser calificada de prudente, como los chalecos anti balas de la policía. Por igual, la de no salir a la calle con joyas ostensiblemente valiosas. Del mismo modo, de tener el cuidado de no dejar puertas ni ventanas abiertas: siempre puede estar presente el temor a ser asaltados…pero también de ser abusados, lo que puede suceder de muy distintas maneras que todos conocemos. ¿Para qué referirnos a los padres de familia atemorizados por sus hijos e hijas, menores y adolescentes?

¿No les parece que hemos ido entrando en una espiral donde el miedo nos hace menos libres, menos creativos y tiende a encerrarnos en nuestras pequeñas parcelas familiares o de amigos cercanos?

Quizá algo queda de esa frase que muchos escuchamos: “En este país no se mueve una hoja sin que yo lo sepa”. Entonces –y en ese extremo-, todo pensamiento personal quedaba excluído, podía ser peligroso, sobre todo si había la osadía de expresarlo públicamente. En parte, por eso puede ser que tantos de nosotros decimos a cada momento que “sentimos” esto o aquello y, pocas veces o nunca: “Yo pienso”, sólo “yo siento”. Nos metemos de este modo en el terreno de las emociones y sentimientos que, con todo el valor que tienen, nos ubican en un terreno resbaladizo donde el diálogo y la comunicación se hacen imposibles porque nos cierran el camino de cualquier objetividad, encerrándonos, una vez más, en la pura subjetividad. Algo ha quedado de ese temor a pensar o exponer un pensamiento; algo quedó en nuestra cultura- la de tantos sentimientos inestables y tantos temores- que nos va llevando a no aprender a pensar, a ser críticos, a discernir, a adquirir compromisos porque nuestra búsqueda de coherencia nos lo exige.

A la par, algo ocurre desde siempre en el ser humano que, de una u otra manera, se expresa en la defensa de los intereses materiales. “Que nadie me quite o disminuya lo que ya tengo porque deseo tener más” y todo esto, sin tener en cuenta, -poco o nada- las tremendas injusticias que sufren los más pobres y las ausencias de solidaridades reales que nos conduzcan a la construcción de una sociedad más justa y, por lo mismo, más fraterna. Entre los miedos y los intereses egoístas, hemos ido creando situaciones de violencia que, si ustedes quieren, podemos llamar las pequeñas violencias de la vida cotidiana o/y las violencias económicas que inciden, finalmente, en las violencias morales, políticas y sociales.

Estas violencias continúan hoy. Están ahí como un desafío permanente que hay que reconocer y enfrentar.

Por estos caminos y en medio de estas realidades, no podía sino ir sucediendo que se fueran creando sucesivos y sumados climas de desconfianzas. Desconfianzas en las instituciones, dentro de las familias y respecto de las personas que nos rodean, sobre todo en el trabajo y en las diversas instancias que están llamadas a organizar la sociedad humana.

Como consecuencia inevitable de los miedos, los intereses y las desconfianzas, de los que hemos hablado, se ha ido produciendo, -y cada vez más hondamente-, una desconfianza en relación con la palabra humana. Y, ¿cómo no?, también respecto de la Palabra de Dios y de las instituciones que la proclaman, de las iglesias…

Y, más allá de todo lo dicho, están las heridas, las que quedaron y las que con los años no han hecho otra cosa que ahondarse, justamente por la falta de verdad y de justicia y, también, porque todos los medios de comunicación anuncian formas de vivir en que se expresa una terrible violencia económica, que se manifiesta en las terribles diferencias en los ingresos entre los que tienen más y los que tienen menos.
Ha habido, en estos mismos días y también puede ser válido, el que muchos hayan pedido perdón por lo que hicieron o por lo que dejaron de hacer. Pero hay algo que me parece necesario afirmar: Yo no soy nadie para perdonar al que hirió a otro. Cada cual ha de asumir su propia responsabilidad por lo que hizo –y hay que subrayarlo-, por lo que dejó de hacer.

Lo primero, entonces, consiste en reconocer que hay heridas; que ellas son verdaderas y muchas veces extremadamente dolorosas, y que hay situaciones, instituciones y personas que las provocaron. No reconocerlas, significa herir aún más.
Pero, ¿En qué estaba cada uno de nosotros en los días previos al golpe militar? Y también, ¿En que estuvo cada uno de nosotros durante los años que siguieron, los de la dictadura militar? Son preguntas que tenemos que hacernos para ser veraces con nosotros mismos y también con la verdad como tal.

Con todo, no podríamos negar que lo que ocurrió hace 40 años venía enervándose desde antes, me atrevería casi a decir desde siempre.. Hay realidades que permanecen en el tiempo y otras que se van incubando, algunas de ellas empujadas por las primeras. Hay una realidad, de antigua data en nuestro país, que se ha ido desnudando y agudizando en la medida en que el país se ha seguido desarrollando. Se trata de las diferencias culturales, sociales y económicas que nos separan en mundos tan diversos. Hoy, nadie con un mínimo de racionalidad podría decir: “Le vamos a dar dignidad a los pobres” porque sería una formulación, en el mejor de los casos, paternalista y, además y sobre todo, porque los pobres ahora saben que tienen dignidad por sí mismos, por su sola condición humana. Por nuestra parte, los que procuramos ser cristianos, deberíamos saber que el ser humano ha sido creado a imagen y semejanza de Dios y que de allí proviene la dignidad de cada cual, cualquiera sea su pensamiento o ideología. Esta conciencia nueva respecto de la propia dignidad, sobre todo en nuestros hermanos menos favorecidos por los bienes materiales, es un hecho que ha provocado una suerte de revolución de aspiraciones: aspiraciones de buen trato, de respeto, de cultura y educación, de ingresos decentes, de vivienda, de salud. Eso que ayer no estaba en el inconsciente colectivo, hoy lo está y cada día más agudamente en una conciencia más ilustrada y más válidamente presente.

Estos temas, postergados y que han sido fuente de múltiples inequidades, son hoy día protestas; protestas por los abusos, indignaciones de diversa índole o lo que fuere, pero –y a eso voy-, fuente de violencias soterradas y no por eso menos perceptibles u otras que, de pronto, están ahí delante de nuestros ojos.

Es lo que de hecho ha ocurrido o sigue sucediendo, incluso entre algunos cristianos. Sucedió en un pasado no muy lejano que algunos no vieron o no quisieron ver lo que estaba ocurriendo en Chile con los Derechos Humanos. Fue, además, un verdadero escándalo lo que ocurrió con algunos que empezaron a despertar cuando descubrieron que había quienes habían acumulado millones de dólares en el extranjero: a estos les importaba más el dinero que la persona humana.

Por eso, entre los miedos y los intereses materiales por defender es que ha sido tan difícil en nuestro país encontrar los pasos que requiere la verdad, para hacer justicia y podamos así encontrar la paz para todos y no sólo para algunos.

Como nos lo recuerda la palabra del profeta Isaías (61,8), el Señor nos dice que ama el derecho y odia lo que se arrebata injustamente. Los que queremos escucharlo, estamos invitados a asumir esa causa: amar el derecho y odiar la injusticia. Esa es la tarea del presente y del futuro. Para acogerla, en la práctica y hacerla real en nuestra sociedad, tenemos que ser capaces de preguntarnos por las causas profundas de las injusticias y de las violencias históricas a que hemos aludido y, entonces, comenzar hoy mismo a ser fieles en lo pequeño y cotidiano, en ese modesto quehacer de cada día en que se va construyendo la vida porque se va ayudando a ser más felices a los demás. Cada uno de los pequeños gestos, a veces casi invisibles, o las más simples palabras de acogida o acompañamiento irán siendo señales de respeto por la dignidad del otro, de cualquier otro. Si ese otro nos importa de verdad, solos iremos descubriendo las múltiples formas de pequeñas o mayores violencias que arrinconan al otro y lo van transformando, a su vez, en indignación y finalmente también en violencia que se defiende de la sufrida. La pregunta aquí, es ¿Qué sociedad queremos para el presente y para el futuro, para nosotros o para hijos y nietos?.

Desde la Encarnación de Jesús, los que hacemos intentos por ser cristianos no podemos pasar por el lado de los hechos, de los acontecimientos históricos. Si lo hiciéramos, la nuestra no sería, propiamente hablando, una fe cristiana, una fe que nace del encuentro con el Jesús Encarnado, hijo de María, hijo de mujer. Y, si se ha hecho una buena distinción respecto del pasado, con las palabras errores y horrores y si estos últimos siguen ahí exigiendo más verdad y más justicia, no podemos olvidarnos que las causas más profundas permanecen, que ellas están ahí y también hoy amenazan la paz social. Creo que no podemos dejar espacio a nuevos errores, ahora sobre los horrores cometidos, ni tampoco al error de no darnos cuenta lo que cada uno de nosotros hoy mismo puede hacer en lo pequeño y sencillo de reconocer al otro en su dignidad y respetarlo en todas las dimensiones de su ser.

El Señor, con nuestra colaboración responsable, quiere hacer germinar lo sembrado y quiere hacer germinar la justicia: la integral, la que parte siempre de la igual dignidad de cada ser humano que, lo sepa o no lo sepa, es hijo de un mismo Dios.

La Buena Noticia para los pobres es el anuncio de Jesús; el de todos los que quieren de verdad embarcarse en este quehacer hermoso: olvidarse de sí mismo para dar paso al mensaje de Jesús y a la tarea que le sigue. Podemos hacerlo todos juntos: vendar los corazones heridos y, a la vez, proclamar, también todos juntos, el año de gracia del Señor; los años de gracia del Señor, porque hemos derrotado nuestros miedos y nuestros intereses egoístas; porque hemos recuperado e inventado las confianzas necesarias; porque podemos seguir reparando injusticias, esas que siguen –y seguramente seguirán clamando- hasta que se realice plenamente el reinado de Dios. Para decirlo con el Papa Francisco, no seamos sólo cristianos de buenos modales, pero de malas costumbres o simplemente “creyentes de museo”.

Empecemos, entonces, nosotros, por lo pequeño de cada día. Busquemos hacer felices a los demás, sabiendo que sólo así alcanzaremos la verdadera y propia felicidad, porque hay más alegría en dar que en recibir; porque la entrega de nuestra propia vida, a la manera de Jesús, nos acercará al gozo de la vida nueva, aquélla que es regalo de la Pascua de Jesús. Amén.



A propósito del golpe


Mario Soto Medel, ss. cc.


En estos días estamos invitados a una reflexión profunda sobre la comunidad chilena y los proyectos de sociedad, que cada persona y conglomerado social tiene de acuerdo con sus intereses e ideales personales y colectivos.
Hoy hemos oído en los medios a personas de todos los lados dando su testimonio y visión de los que vivieron en ese entonces, eso nos recuerda nuestra propia experiencia vivida, y las responsabilidades que tuvimos al ser actores de un Chile tan dividido.
Yo tenía 19 años y estaba jugado por el proyecto chileno al socialismo, Allende era la cabeza de ese proceso que buscaba la justicia para todos, la dignidad más completa para los oprimidos de siempre.
Esos ideales y motivaciones siguen siendo objeto de cuestionamientos y compromisos para mi y para muchos. En un primer momento mis motivaciones eran sociales, humanitarias, y poco a poco se fueron anclando en el proyecto de Jesús.
Mirado a la distancia desde hace ya décadas me reprocho la falta de realismo en la conducción política de este proyecto. También me reprocho el habernos auto centrado en nuestro propio proyecto, sin capacidad para unir otras fuerzas como la democracia cristiana y sectores de derecha. ¿Cómo se puede construir una sociedad radicalmente diferente sin el apoyo de una mayoría sustancial de la población?. La lógica del planeta era la guerra fría y Chile entró en esa lógica. Alguien dijo “todos los sectores somos responsables del clima de violencia”. Todos somos responsables del golpe. El gobierno de Allende fue responsable de la conducción política del estado que lo llevó a la ruptura. Tiene el mérito de haber ofrendado la vida por esos nobles ideales que aún esperan una expresión política.
Esta es una buena base de autocrítica, que no desmerece los valores y la riqueza de ese movimiento emergente de dignidad social, que aún sigue vigente y no tenemos que perder de vista.
Por otro lado está el juicio que me merece el comportamiento de los otros. La Democracia Cristiana que fue proclive al golpe porque no se veía otra salida y su posterior rechazo a la dictadura militar por el atropello a los derechos humanos y por su desinterés por el retorno a la democracia. También hay que considerar que la dictadura no les dio espacio político. Así ellos fueron excluídos del poder y corrieron la suerte de la oposición a la dictadura.        
Luego la derecha muy golpeada por la Unidad Popular se hace golpista y revanchista con una crueldad fratricida sin límite. Los que no fueron activos en el exterminio de la oposición, fueron silenciosos cómplices o cerraron los ojos para no ver la crueldad que los rodeaba. Aún hoy gota a gota salen voces de perdón de la derecha, que desgraciadamente no son la norma. Es Piñera que desde su sector culpabiliza a los civiles que se beneficiaron y aún hoy se benefician. Callan sin aportar a la reconciliación nacional. El vendaje de la derecha golpista y dictatorial aún está vigente. Lo tienen los civiles hoy multimillonarios que se beneficiaron con el regimen a costa del heraldo público y del despojo de tierras y bienes de gente humilde y también destacados políticos. Los militares, aunque son los que más han pagado, no tienen la transparencia que se requiere. A propósito del caso Cheyre queda en evidencia la complicidad con las atrocidades del regimen y el lavado de manos de los oficiales jóvenes. Esos oficiales eran fervorosos partidarios de la dictadura y del exterminio de los chilenos que pensaban distinto. Tenían la fuerza y el entusiasmo de los jóvenes, fueron formados para dejar de lado el ser humano y asumir el rol de militar que tiene su fuerza en el espíritu de cuerpo. Cheyre dice que no podía hacer más, que no sabía, que se limitó a obedecer órdenes. Es cierto. No podía hacer más, porque si hacía más arriesgaba su carrera o su pellejo, incluso sus ideales de militar. Para hacer más tenía que tener arraigados valores humanos con una profundidad superior que recibió de su familia y que el ejército desmontó.
En la derecha están los obstáculos para la reconciliación, qué duda cabe. Pinochet sigue siendo una figura ejemplar para muchos chilenos. Se le valora porque puso a Chile en la senda de un país próspero. La condena moral por el atropello a los derechos humanos que lideró, está lejos de una condena en sectores de la derecha e incluso en gente humilde. La condena moral por ser un flagrante ladrón que usá al Estado para su benéfico personal y se encubrió en él para hacer tráfico de armas, parece que eso nunca hubiera pasado.
Esto último forma parte del dolor de Chile. También de su ambigüedad ética. Es nuestra fragilidad que tenemos que asumir para poderla superar. Es también un desafío para la democracia que necesita ser fuerte para no permitir la acción de poderes fácticos aún anclados en el pasado.
Hoy es más difícil que ayer llevar adelante estos ideales. La vida se nos ha materializado y comercializado. Todo se compra y se vende. Todos los recursos son acaparados en unas pocas manos. Recuerdo la lectura de las odas elementales de Pablo Neruda, haciendo el llamado premonitorio a no vender el aire, el agua , el mar…
Pienso que el Chile de los años 70 nos enseña que los países y sus proyectos políticos se construyen con grandes consensos, no basta tener nobles ideales o fuerza para imponerlos. Las ideas, la voluntad del compromiso sostenido en el tiempo, oír a la gente, políticos al servicio de los ideales y no administradores del poder, son los elementos que nos pueden llevar a grandes consensos para construir un Chile justo y solidario.






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