Me ha tocado asistir en los últimos meses a
dos celebraciones oficiales en la catedral de mi Arquidiócesis. He asistido, también, a misa en distintas
partes, en parroquias, capillas o santuarios. Algunas son comunidades de base, iglesias
pequeñas donde las mujeres son protagonistas y donde la fe se expresa como un
don que nos pertenece a todos. Otras celebraciones, en cambio, parecieran estar
marcadas por la frialdad, por la distancia y por el excesivo cuidado de las
formas por sobre la espontaneidad del rito eucarístico, sacramental y
liberador. Estas misas gélidas suelen estar marcadas por el nombramiento de los
títulos, por el saludo inicial a las autoridades presentes, por los asientos
reservados y por el sinfín de artilugios litúrgicos utilizados. Estas son misas
donde el protocolo se traga por completo la expresión. En las dos últimas misas
que viví en la catedral me sentí tragado yo también.
Me entristece que nuestro rito eucarístico
esté tan centrado en la figura del cura. Me entristece que el espíritu de
muchas de nuestras misas dependa totalmente del ánimo en el que llega el
celebrante. ¡El celebrante es el pueblo, es la asamblea entera, es el gran pueblo de Dios el que debe
apropiarse de la misa y vivirla con su espíritu propio! Si no, la misa se queda
coja, ya que no puede ser simplemente ir a recibir pasivamente el cuerpo de
Jesús. Esa no puede ser la celebración que recuerda al Jesús resucitado.
Lamentablemente, el cura de turno determina
demasiado toda la liturgia. Es verdad, todos lo hemos visto. Cuando el
sacerdote es muy serio o cuando se enoja por cualquier cosa, la misa entera se
tensiona por completo, se desvirtúa el verdadero sentido de encontrarse en
torno a la mesa y la pobre gente sólo se preocupa de no hacer enojar al
sacerdote (que ya a esa altura más parece un patrón). Así también se da una
lejanía cuando el cura se dedica, en su homilía, a leer mirando para abajo y
desaprovecha la tremenda oportunidad de predicar con cercanía, hablándole
directamente a los ojos de la gente, escuchando al pueblo, ¡tal como lo hizo
Jesús!.
En cambio, qué distinto es cuando quien preside sí nos mira a los ojos,
nos habla con cariño y nos toma en un abrazo verdadero, fuerte, no como esos
abrazos que nada tienen de verdad. En esos pastores recordamos los abrazos de
Jesús, que dejó acercarse a los niños, que miró con ternura al joven rico y que
lloró la muerte de su amigo. Por eso, ¡no nos pidan que nos dé lo mismo el
cura! ¿Cómo nos va a dar lo mismo, si él es quién dirige nuestra más vital
celebración? ¿Cómo nos va a dar lo mismo quién sea el que nos hable de Jesús,
el que diga las mismas palabras de nuestro Señor?
Sin embargo, nosotros también tenemos un
protagonismo que asumir. Si no queremos que la misa y su espíritu dependan únicamente
de quién esté parado al frente, entonces apropiémonos de ese espacio que nos
pertenece a todos. Si no nos gusta que el cura sea fome, o que en la homilía
sólo se dedique a retarnos, pues entonces decoremos hermosamente nuestros
templos, compartamos la palabra, ofrezcamos la oración, ¡cantemos con pasión!
Si solamente vamos a la iglesia a “escuchar misa” y no a hacernos protagonistas
-¡con Jesús!- de ella, estamos condenados a morirnos congelados por nuestra
propia frialdad.
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