miércoles, 28 de mayo de 2014

La sonrisa de la misa




Me ha tocado asistir en los últimos meses a dos celebraciones oficiales en la catedral de mi Arquidiócesis.  He asistido, también, a misa en distintas partes, en parroquias, capillas o santuarios. Algunas son comunidades de base, iglesias pequeñas donde las mujeres son protagonistas y donde la fe se expresa como un don que nos pertenece a todos. Otras celebraciones, en cambio, parecieran estar marcadas por la frialdad, por la distancia y por el excesivo cuidado de las formas por sobre la espontaneidad del rito eucarístico, sacramental y liberador. Estas misas gélidas suelen estar marcadas por el nombramiento de los títulos, por el saludo inicial a las autoridades presentes, por los asientos reservados y por el sinfín de artilugios litúrgicos utilizados. Estas son misas donde el protocolo se traga por completo la expresión. En las dos últimas misas que viví en la catedral me sentí tragado yo también.

Me entristece que nuestro rito eucarístico esté tan centrado en la figura del cura. Me entristece que el espíritu de muchas de nuestras misas dependa totalmente del ánimo en el que llega el celebrante. ¡El celebrante es el pueblo, es la asamblea entera,  es el gran pueblo de Dios el que debe apropiarse de la misa y vivirla con su espíritu propio! Si no, la misa se queda coja, ya que no puede ser simplemente ir a recibir pasivamente el cuerpo de Jesús. Esa no puede ser la celebración que recuerda al Jesús resucitado.

Lamentablemente, el cura de turno determina demasiado toda la liturgia. Es verdad, todos lo hemos visto. Cuando el sacerdote es muy serio o cuando se enoja por cualquier cosa, la misa entera se tensiona por completo, se desvirtúa el verdadero sentido de encontrarse en torno a la mesa y la pobre gente sólo se preocupa de no hacer enojar al sacerdote (que ya a esa altura más parece un patrón). Así también se da una lejanía cuando el cura se dedica, en su homilía, a leer mirando para abajo y desaprovecha la tremenda oportunidad de predicar con cercanía, hablándole directamente a los ojos de la gente, escuchando al pueblo, ¡tal como lo hizo Jesús!.

En cambio, qué distinto es cuando quien preside sí nos mira a los ojos, nos habla con cariño y nos toma en un abrazo verdadero, fuerte, no como esos abrazos que nada tienen de verdad. En esos pastores recordamos los abrazos de Jesús, que dejó acercarse a los niños, que miró con ternura al joven rico y que lloró la muerte de su amigo. Por eso, ¡no nos pidan que nos dé lo mismo el cura! ¿Cómo nos va a dar lo mismo, si él es quién dirige nuestra más vital celebración? ¿Cómo nos va a dar lo mismo quién sea el que nos hable de Jesús, el que diga las mismas palabras de nuestro Señor?


Sin embargo, nosotros también tenemos un protagonismo que asumir. Si no queremos que la misa y su espíritu dependan únicamente de quién esté parado al frente, entonces apropiémonos de ese espacio que nos pertenece a todos. Si no nos gusta que el cura sea fome, o que en la homilía sólo se dedique a retarnos, pues entonces decoremos hermosamente nuestros templos, compartamos la palabra, ofrezcamos la oración, ¡cantemos con pasión! Si solamente vamos a la iglesia a “escuchar misa” y no a hacernos protagonistas -¡con Jesús!- de ella, estamos condenados a morirnos congelados por nuestra propia frialdad.

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