Haré una reflexión que combina lo
testimonial con un análisis desde los parciales elementos que tengo a la mano,
respecto a los resultados del referéndum ocurrido en Gran Bretaña el jueves 23
de junio pasado, en el cual con un 52% se impuso la opción por el Brexit,
en la cual el país decide dejar la Unión Europea. Lo testimonial se traduce en
una opinión más bien subjetiva desde la experiencia de estar viviendo los
últimos ya casi tres años en Londres, mientras curso estudios de postgrado
junto a mi familia. Lo tímidamente analítico proviene de lecturas, opiniones y
conversaciones que he podido recoger en los últimos días.
Entregaré breves datos que
sirvan como referencia a esta experiencia de tres años en este país. El Reino
Unido tiene una de las ciudades más multiculturales y modernas del mundo, en la
que habita la progresista universidad en que estudio, país que posee un sistema
de salud público gratuito y universal en el cual nació mi hija, el lugar al que
pertenece el barrio en que vivo en el cual conviven casas grandes y
refaccionadas junto con viviendas sociales de buena calidad, territorio que ha
sido cuna de importantes movimientos obreros, donde el Estado de Bienestar en
décadas pasadas vivió una de sus mejores versiones, y que hoy en día es uno de
los centros mundiales de las artes y la cultura. A pesar del rechazo a aspectos
más oscuros del país, como ese aire imperialista que adquiere nuevas y
sofisticadas versiones, una creciente oleada privatizadora liderada por
gobiernos laboristas y radicalizada por conservadores, además de un exceso en
la flexibilización e inseguridad en el empleo, por mencionar algunos síntomas;
dichas características y tendencias no parecían vaticinar que la opción por
salirse de la Unión Europea, y por ende de adquirir mayor autonomía política y
administrativa, proteger a los connacionales de la competencia extranjera, restringiendo
así fuertemente la circulación inmigrante propia de la pertenencia a Europa;
iba a sobreponerse a optar por quedarse en ella, y por ende continuar cediendo
y compartiendo el poder político (a pesar de la influyente posición británica
en la Unión Europea), facilitando la llegada de inmigrantes europeos,
entregándoles los mismos derechos, beneficios y servicios públicos que los
británicos, abriéndoles las puertas a sus oportunidades de empleo, y de igual
manera poder ellos mismos gozar de los beneficios de cruzar otras fronteras con
altas cuotas de libertad. Me golpeó
fuerte el hecho de que la mayoría de este país optó porque, como le leí a una
amiga en redes sociales, la vida era mejor sin inmigrantes, sin nosotros, o al
menos con un ingreso mucho más controlado y restringido de los mismos.
Y es que podremos decir que el
Brexit, como se denomina la opción ganadora por dejar la Unión Europea y que
alude a las palabras Britain (Bretaña) y exit (salida), es en
relación a la Unión Europea y sus países miembros, y por ende a sus
ciudadanos-inmigrantes, lo cual de por sí es ya bastante grave; pero yo comparto
la ya bastante generalizada opinión de una parte importante de analistas y
amigos de que esto es algo más que un tema continental, y adquiere tintes
nacionalistas, raciales y de clase. Creo –hablaré en primera persona para
hacerme cargo de mis palabras, por más que expreso opiniones muy arraigadas en
muchos más- que detrás de la inquietud por la independencia
política-administrativa de la Unión Europea, o de los argumentos a favor o en
contra desde el punto de vista de la economía y el empleo, o de juzgar los
objetivos mismos, comerciales y geopolíticos, de la Unión Europea, finalmente
aquí se tomó una decisión cultural, social, y a fin de cuentas humana. No es
algo contra una nacionalidad específica, o contra el territorio que está al
otro lado del Canal de la Mancha, sino que es un tema de convivencia, de la
capacidad de sentarse a la mesa a debatir las diferencias, de ceder parte de tu
poder para compartir tus decisiones con otros, de respetar y valorar al
distinto, y desde ahí pensar una sociedad más integrada, que sin perder su
identidad, sea capaz de colaborarse y enriquecerse en el contacto humano. Con
el Brexit se explicita la sospecha por un lamentable nacionalismo persistente y
renacido de los escombros de épocas pasadas que tanto mal hicieron a este
continente y al mundo entero.
El referéndum y su opción
ganadora hablan de un país dividido territorial, en tanto en Londres –que hoy
parece tener más elementos en común con otras ciudades ‘globales’ como Nueva
York, París o Berlín que con su propio país- y Escocia ganó claramente la
opción por permanecer, mientras en el centro y norte de Inglaterra fue lo
opuesto; y generacionalmente, en tanto en los jóvenes la opción por quedarse
fue superior, mientras que en la población arriba de 50, pero sobre todo arriba
de 60 años la opción por salirse fue la mayoritaria. Lamentablemente la fuerza
nacionalista prevaleció en estas profundas diferencias, y posterior al
referéndum, día a día se denuncian más casos de racismo y xenofobia entre los
residentes nacionales y extranjeros en el Reino Unido; así como otra parte de
la sociedad manifiesta su rechazo a la decisión tomada y busca revitalizar esa
voz que parecía para muchos, me incluyo, tan obvia, pero que no quería ver que
otras miradas tan opuestas seguían existiendo o revivían de nuevas maneras en
la Inglaterra profunda, la que de acuerdo a nuestra jerga llamaríamos de
‘provincia’, de pequeñas y medianas ciudades, pueblos y caseríos de clase
trabajadora que asimilaban con sospecha la llegada cada vez más abultada de
inmigrantes; que sostenían una silenciosa queja por otros países del pacto que
‘irresponsablemente’ cayeron en crisis económicas agudas, y que ahora ellos, este
exitoso país y su histórica tradición, han de acoger en su extravío. Los
partidos de ultra derecha y el ala euroescéptica del partido Conservador, ente
líder de la actual coalición de gobierno, supieron leer y alentar este
sentimiento y hoy sus personeros se erigen como los ganadores de este proceso y
las figuras políticas con mayor proyección en este nuevo escenario político. Hoy
facciones semejantes de otros países europeos levantan pancartas para seguir el
camino de los británicos y el fenómeno amenaza con extenderse.
Como me comentó otro amigo, aquí
en cualquier caso perdió la humanidad y los pueblos, fue un golpe fuerte al intento
de construcción de una sociedad multicultural e integrada, y un triunfo
del aislacionismo, el desprecio del otro
y un amargo orgullo nacionalista. Igualmente esta diferencia generacional mencionada
puede permitirnos un leve optimismo de largo plazo en el que nuevas mayorías se
vayan articulando con el paso del tiempo. El silencio y decepción de muchos, al
menos en Londres, al día siguiente del referéndum ha dado paso a una voz de
protesta y conciencia política que antes de este proceso no se veía con tanta
fuerza.
Chile no es ajeno a este proceso y sus consecuencias. Más allá de las repercusiones políticas y económicas, Chile también vive un proceso creciente de inmigración que aún no ha sabido integrar institucional y socialmente de manera abierta, tolerante y democrática. Las políticas migratorias siguen en fases germinales, guetos de inmigrantes se aglomeran en distintas zonas urbanas (y ya incluso en escuelas) del país, manifestaciones abiertamente nacionalistas y racistas como la ocurrida hace un par de años en Antofagasta, son posibles de atisbar en distintos gestos y prácticas cotidianas. Conjunto con los aspectos éticos de valorar y comprendernos como un continente integrado desde sus raíces históricas, de acoger al inmigrante, en especial a aquel que busca mejores condiciones de vida; es necesario tomar conciencia del valor de una sociedad diversa, del encuentro de las culturas y el contacto humano confiado con el otro que porta experiencias y perspectivas distintas. A diferencia del Brexit, en Chile hemos de apostar porque nuestra sociedad es y será mejor compartida con inmigrantes venidos de otros países de América Latina y el mundo, y que ello nos reconozca como un país de fronteras y puertas de casas abiertas.
Chile no es ajeno a este proceso y sus consecuencias. Más allá de las repercusiones políticas y económicas, Chile también vive un proceso creciente de inmigración que aún no ha sabido integrar institucional y socialmente de manera abierta, tolerante y democrática. Las políticas migratorias siguen en fases germinales, guetos de inmigrantes se aglomeran en distintas zonas urbanas (y ya incluso en escuelas) del país, manifestaciones abiertamente nacionalistas y racistas como la ocurrida hace un par de años en Antofagasta, son posibles de atisbar en distintos gestos y prácticas cotidianas. Conjunto con los aspectos éticos de valorar y comprendernos como un continente integrado desde sus raíces históricas, de acoger al inmigrante, en especial a aquel que busca mejores condiciones de vida; es necesario tomar conciencia del valor de una sociedad diversa, del encuentro de las culturas y el contacto humano confiado con el otro que porta experiencias y perspectivas distintas. A diferencia del Brexit, en Chile hemos de apostar porque nuestra sociedad es y será mejor compartida con inmigrantes venidos de otros países de América Latina y el mundo, y que ello nos reconozca como un país de fronteras y puertas de casas abiertas.
* Juan de Dios Oyarzún: Sociólogo, actualmente cursa estudios de doctorado en el UCL of Education en Londres, Reino Unido.
Buen comentario, mal escrito. ¡Cómo valoro lo que es bueno tanto en su contenido como en su forma!
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